Foto de archivo, alcaldía de Filadelfia. (Foto: Cortesía/Perla Lara)

Este próximo 19 de noviembre, se cumplen 528 años de historia occidental del archipiélago de Puerto Rico. Digo occidental porque el Puerto Rico no comenzó a existir con la llegada de Colón. 5.500 años antes del desembarco español, ya había indígenas en el Caribe. Comunidades procedentes de América del Sur, específicamente de la desembocadura del río Orinoco, Venezuela, que fueron extendiéndose de isla en isla. Ellos fueron los ancestros de los taínos y los caribes. O sea, que, al arribo de la Niña, la Pinta y la Santa María, ya los taínos y caribes estaban muy bien asentados en el Caribe. Gracias a las crónicas de Fray Ramón Pané, tenemos un documento histórico, de primera mano, que nos habla de las costumbres, mitos y valores del pueblo taíno.

Lo primero que el embajador de la Corona Española hizo fue cambiarle el nombre de Boriken a San Juan Bautista; de Haití a la Española. Esto no fue un acto humilde ni de buena fe. En cualquier contexto histórico, el cambiar el nombre de una nación, o persona o región se considera un acto de dominio y poder, que en este caso implica la pérdida de autoridad de los habitantes originales. Por eso, con el cambio de nombre Colón inicia el coloniaje en la isla de Boriken y demás islas del Caribe.

En el caso de Puerto Rico, ese coloniaje se extendió por 406 años y culminó con la invasión estadounidense en 1898, para a su vez continuar bajo el coloniaje estadounidense hasta nuestros días.

Desde aquel 19 de noviembre de 1493, Boriken ha pasado por varias y resilientes transformaciones políticas y culturales. La llegada de Colón significó el comienzo del declive de la población indígena, pero también fue el inicio de una mezcla de culturas y razas que en la olla del sincretismo cultural comenzó a cocinarse una nacionalidad única, con un profundo color indígena, una exquisita pureza negra, y una particular sazón europea. Esta olla de razas se fue conformando por rebeliones, intentonas y afirmaciones autóctonas que fueron definiendo a lo largo de esos primeros cuatro siglos, una identidad boricua que hace su primera aparición en el histórico grito de Lares en 1868.

Foto de archivo, alcaldía de Filadelfia. (Foto: Cortesía/Perla Lara)

En Lares se galvanizó la puertorriqueñidad. A partir de ese momento se comienza a definir la identidad boricua. Los criollos, hijos de españoles nacidos en Puerto Rico, comienzan a identificarse como puertorriqueños. El fruto de la campiña y el canto del turpial les eran más estimulantes que los tranvías de Madrid o las catedrales de Barcelona. Se define así un ente puertorriqueño, que no era español, ni taino, ni africano, era el crisol de una mezcla de razas que se integraban y se fundían entre sí para una nueva expresión de la patria del Borinquén.

Ya para finales del siglo 18 la puertorriqueñidad era irreversible, con un idioma, con una cultura, con un terruño, pero sin dominio de su soberanía política. Puerto Rico y Cuba eran las últimas colonias que le quedaban a España en América. Para la década de 1890 comienza a levantarse un movimiento autonomista, dirigido por Luis Muñoz Rivera, que desemboca en la otorgación de la Carta Autonómica a Puerto Rico el 25 de noviembre de 1897. En Cuba estalló la guerra de independencia en 1895 y en abril de 1898 inició la guerra hispano-cubana-americana. Ahora Estados Unidos de América se convierte en parte activa de este conflicto. Cuba logra desencadenarse del colonialismo español y Estados Unidos invade Puerto Rico, con lo cual España perdió sus últimos bastiones coloniales en América. Puerto Rico queda a la merced de los designios coloniales del Congreso de los Estados Unidos de América. Con la llegada de los “americanos” a Puerto Rico, también llegaron promesas de libertad y democracia.

Comienza entonces una nueva etapa política en la historia puertorriqueña. La verdad histórica es que, a la altura del siglo 21, aun la idílica isla de Borinquén sigue en la incertidumbre de su futuro político. Sin embargo, a diferencia de la invasión española de 1508 que significó el declive de la población taína, la invasión estadounidense de 1898 significó el aumento continuo de la población boricua. En cuatrocientos años de dominio español el crecimiento de la población boricua fue tímido y lento, 953.243 a la altura de 1899. En 52 años de dominio estadounidense la población boricua se duplicó en 1950 con una población total de 2.210.703. Pero con la invasión estadounidense no solo aumentó la población, también los puertorriqueños comenzaron a emigrar a las nuevas tierras de los Estados Unidos de América.

De esas migraciones nació la diáspora boricua. Desde las cálidas tierras de Hawái hasta las frías tierras de Chicago; desde las conglomeradas calles de Nueva York hasta las fábricas de hierro y fincas del sureste de Pensilvania. Así esa diáspora comenzó a asentarse y darle un nuevo colorido cultural a sus comunidades. Nuevas generaciones crecieron en el regazo de esa diáspora boricua, que constituye el grueso mayor de la población latina en Pensilvania. Esa historia que hemos ido dejando e hilvanando en los últimos 123 años de relación colonial con los Estados Unidos no ha mermado, al contrario, se ha convertido en una extensión de la nacionalidad boricua. Desde el norte de Filadelfia y desde las ciudades de Reading, Allentown, Bethlehem, Lancaster, Scranton, Lebanon, Erie; aun desde el oeste en Pittsburg resuena el jíbaro boricua, cantando sus “lelolais”, asando sus lechones en pleno invierno, danzando al toque del tambor. De eso se trata, de preservar, defender y afirmar esa puertorriqueñidad, que a su vez es una expresión de la extensa patria latinoamericana que nos cobija a todos. Tenemos historia, tenemos futuro, tenemos esperanza.

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