Fotografía de archivo del árbol de navidad en el Rockefeller Center. EFE/EPA/JASON SZENES

Desde el siglo IV la Navidad se celebra el 25 de diciembre. Constantino, el emperador romano de entonces, estableció esa fecha oficialmente para celebrar el nacimiento de Jesús. De los cuatro Evangelios, solo dos registran el nacimiento de Jesús (Lucas y Mateo). Ambos escritos en el año 80 de nuestra era. Valga aclarar que esos Evangelios no son una biografía de Jesús, de hecho, su intención solo era diseminar el mensaje del Reino de Dios. En aquellos tiempos no se les daba mucho énfasis a las fechas de nacimiento. De hecho, no hay ni una sola ocasión en toda la Biblia donde se describa una fiesta de cumpleaños judía. Solo hay dos ocasiones en todo el texto sagrado donde se hace referencia a este tipo de celebración y en ambas ocasiones se refiere a extranjeros: el Faraón egipcio y Herodes el Tetrarca. Tal vez, por esta razón la iglesia de los primeros 300 años del cristianismo no celebraba el nacimiento de Jesús, pero si conmemoraban su resurrección. Voltaire decía, “Dios nos dio el regalo de la vida, pero depende de nosotros darnos el regalo de vivir bien».

El nacimiento de Jesús está plagado de misterio, secretividad e incluso puede interpretarse como un evento conspirador contra el orden establecido. El misterio de la concepción inmaculada de María, la actitud que toma José de proteger a María y asumir la responsabilidad de un hijo que él sabe que no era suyo, la visita de los Reyes Magos anunciando el nacimiento del Rey de los Judíos, el anuncio del Ángel a los pastores de Belén, son algunas de las señales de que algo se tramaba. Herodes parece que vio que su reinado estaba en peligro y quiso saber más del nacimiento, pero sus intenciones no eran buenas y por eso los Reyes no regresaron a decirle donde estaba el recién nacido. Parece que el cielo conspira con los insignificantes de la tierra para hacer de la esperanza la luz de la vida. Toda la profecía bíblica anuncia el nacimiento del Mesías. Esa era la expectativa presente del pueblo de Israel, era la esperanza de los pobres, de los huérfanos, de los desposeídos, de los inmigrantes y de los de ambulantes y mendigos. El pueblo pobre de Israel sabía que el Mesías era su esperanza encarnada. El Verbo enunciante y anunciante de un nuevo pacto entre el cielo y la tierra para un nuevo convenio de esperanza, justicia y liberación. El Verbo volvía al mundo, y esta vez como uno de nosotros, en carne y hueso, pero con la potencia del Verbo en sus entrañas. La esperanza encarnada en la fragilidad humana. Jesús de Nazaret, prefirió pescadores y no sacerdotes, prefirió echar su suerte con los pobres de la tierra y su mensaje fue tan práctico y esperanzador que hizo temblar las simientes de la religiosidad judía y jamaqueo el statu quo romano con su anuncio de la llegada del Reino de Dios.

Por eso Navidad es esperanza. La esperanza como el sentido último de la vida, es la chispa que enciende el corazón, vivifica la sangre y vibra en cada neurona y célula del cuerpo. Sin esperanza no hay vida, ni poesía, ni amaneceres, ni ocasos. La esperanza nos hace mirar a lo íntimo e interno del ser y descubrir que la vida va más allá de lo inmediato, de lo ordinario. Que la resiliencia que poseemos difícilmente puede ser superada por las circunstancias. La Biblia nos describe como seres hechos a imagen y semejanza de Dios y el astrónomo estadounidense Harlow Shapley dijo, “Nosotros los seres orgánicos que nos llamamos seres humanos estamos hechos de la misma materia que las estrellas. Somos polvo de estrellas.» Estas dos visiones no se contradicen, sino que se complementan. Dos metáforas que inspiran esperanza, justicia y liberación.

Esperanza: El Dios todopoderoso escoge a una insignificante joven y le hace una propuesta inaudita. Parece que el Creador no tiene mucha simpatía con las interpretaciones religiosas de la época. María no cuestiona lo descabellado de la propuesta divina e irrumpe en una magnífica expresión de agradecimiento por este mimo del Todopoderoso hacia “la bajeza de su sierva”. María responde con un poema de exaltación (el Magníficat), una jubilosa expresión de esperanza, justicia y liberación.

Justicia: La historia pone a término que la humanidad no es valorada por las posiciones o posesiones que se puedan tener, sino en el desprendimiento total de las cosas, que son transitorias, no están hechas para la eternidad. Que la humanidad se construye en el camino y que el camino se hace al andar. En ese andar construimos matrimonios, prole, cultura, historia, patria, amigos. Aprendemos a amar al otro, a que sin el otro no podemos avanzar y el otro hace lo mismo por el otro. Hermosa tarea donde todos nos construimos en abrazos de unidad, sin juicios condenatorios ni prejuicios derogatorios.

Liberación: El miedo y la culpa son desterrados del corazón. Ahora caminamos erguidos no por arrogancia, sino por el orgullo de estar habitados por el Creador e iluminados de estrellas. Donde quiera que se cometa una injusticia allí vamos con nuestra agenda de navidad. Para eso nació Jesús y se convirtió en el propósito y meta del ser humano. Eso es lo que celebramos, llenos de esperanza, armados de justicia e infranqueables en la liberación. ¡Gloria a Dios en el universo y en la tierra paz y buena voluntad para todos y todas!

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