Un programa en Nueva York está transformando las vidas de exprisioneros que quieren dejar su pasado atrás, a quienes ofrece la oportunidad de hacerse de una carrera, alojamiento y apoyo espiritual mientras estudian, para forjarse un futuro después de una vida detrás de las rejas.
Aunque el programa «Thrive for Life» (Prosperar por la vida) es apoyado por el Arzobispado de la Iglesia Católica de Nueva York, no se exigen creencias religiosas concretas para acogerse a él, como tampoco se exige una edad mínima o máxima.
Nadie les juzga, en una sociedad donde haber estado preso sigue siendo un estigma. Sólo cuenta su deseo de cambiar y compromiso de cumplir las metas, tras lo cual continúan sus vidas de forma independiente.
«Este lugar es el único en el país de vivienda para expresos con este formato» de estudios y apoyo, comentó a Efe el sacerdote jesuíta Zach Presutti, que fundó en 2017 el programa.
En 2019 abrió la primera Casa de Estudios Ignacio en El Bronx con 13 exreos que decidieron iniciar una nueva vida a través de la educación, con becas de conocidas universidades.
Una pieza clave en Casa Ignacio es la monja Katie Sitja y Balbastro, religiosa de la congregación Hermanas del Inmaculado Corazón de María (IHM), una argentina dedicada a una de las poblaciones más marginadas y que en este momento supervisa la remodelación del nuevo hogar de Casa Ignacio, con espacio para 15 exreos.
ENTRÓ EN LA CÁRCEL CON 15 AÑOS, SALIÓ CON 41
Roberto es uno de ellos y llegó a Nueva York hace sólo un mes. Estuvo preso 26 años, parte de una sentencia de 45 en California, donde le juzgaron como adulto a los 15 años. Era pandillero y fue condenado por la muerte de una persona asesinada por su pandilla.
Fue en la prisión donde conoció al padre Presutti, al que considera «un hermano» que le invitó a Nueva York.
«Yo era pandillero y California me sentenció como adulto. Era una vida muy peligrosa. Estuve en el hoyo (confinamiento solitario) veinte años porque hacía cosas muy malas… me dijeron que iba a morir en la cárcel», dijo en Casa Ignacio.
Recordó que una película que vio en prisión, sobre la vida de Jesús, le hizo reflexionar sobre su vida, pero también le trajo problemas con su propia pandilla.
«Cuando vi la película me cambió, yo miraba (reflexionaba) que todas las cosas que hacía eran malas…. Oía una voz…, pero yo era pandillero, no sabía hacer nada más», indicó Roberto, que siempre tuvo interés en la pintura, única actividad que le permitía no enloquecer en prisión.
A falta de materiales, cortó su cabello que usó como pincel y con mucha paciencia sustrajo los colores de las páginas de una revista y de la envoltura de dulces que usó como pintura.