El país ha celebrado, a lo largo y ancho de ciudades, estados, pueblos y costas el nacimiento de los Estados Unidos, el Día de la Independencia; por doquier se han llevado a cabo conciertos, desfiles y expresiones artísticas de todo género, muchas de ellas cerradas con los ruidosos fuegos de artificio, que le imprimen un toque de color y de fantasía al principal festejo patrio de la nación, a pesar del luto de ciudades como Filadelfia, que ya en la vigilia de las celebraciones fue escenario de un atípico tiroteo que impactó dentro de las mismas casas.
En este ambiente contrastante ni las marchas, ni las fiestas, ni los discursos y homenajes han podido sofocar una duda que anida en forma creciente en el corazón de muchos estadounidenses: ¿Se vale realmente conmemorar este Día de Independencia sin reflexionar? ¿Tenemos verdaderos motivos para estar felices, confiados, optimistas?
La realidad muestra cómo en la última década, se ha ido ampliando el número de los que cada año toman sus distancias del festejo del 4 de julio. Muchos sienten que el país ha ido perdiendo terreno en temas que interesan al ciudadano común; muchos se sienten completamente decepcionados del liderazgo político por sus niveles de polarización tan descarriados que prácticamente paralizan la búsqueda de soluciones conjuntas, mientras los ambientalistas, se quejan de la contaminación auditiva y de los químicos en el aire.
Encuestas realizadas por diversos agentes, como son el Pew Center, NBS, AP-NORC, CNN y Reuters/Ipsos, todas coinciden en que, en los últimos años, los ciudadanos que creen que el país va “en la dirección equivocada” ha ido creciendo, oscilado entre un 68 y un 80%; siendo incluso superior cuando se separa por franjas de población.
Muchos ciudadanos se sienten afectados por hechos tan dramáticos e inocultables como las masacres fruto de las balaceras, que tan solo en este año han cobrado ya casi 400 víctimas, y parece que los políticos siguen siendo indiferentes al tema; otros encuentran insufrible la tragedia de los opioides, cuyas estadísticas muestran que tan solo en el 2022 el país perdió más de 100.000 vidas por sobredosis de drogas.
Y aunque algunos creen que la polarización de la sociedad solo se da entre políticos y en los parlamentos, también a nivel del ciudadano común ha aumentado la intolerancia hacia las ideas de los adversarios; y hoy es fácil encontrar que mucha gente del partido demócrata vea a los republicanos como los que están deteniendo y revertiendo progresos que ha hecho el país, culpándolos del retroceso en el derecho al aborto, las extremas políticas anti- inmigrantes, y de limitar las ayudas sociales para los pobres.
Por su parte, los republicanos reclaman a los demócratas las más de 600.000 vidas que se pierden en el vientre de sus madres, y también de promover la omnipresente campaña del arcoíris, las “modas” de la identidad fluida, donde se vuelve cada vez más difícil definir lo masculino y lo femenino, y critican que las leyes trans están generando una tal confusión en los menores que producirá toda una generación de “pacientes permanentes”, como lo afirma la doctora Abigail Shrier.
Todos estos son temas delicados, a los que no se puede pretender darles respuestas rápidas y en blanco y negro. Muchos hacen estos reclamos desde lo que creen una posición honesta de conciencia. Pero en el agresivo lenguaje con que se enfrentan en los medios y en las redes sociales es evidente la ausencia de una virtud indispensable para el diálogo: la capacidad de ponerse en los zapatos del otro.
Se han ido diluyendo las posibilidades que vienen con el esfuerzo de intentar ver el mundo como el otro lo ve; de detectar algo de bueno en lo que cada uno asegura poner en su visión, de respetar las diferencias y validarlas.
Los ecos de la pirotecnia de los festejos que se extienden por la celebración del nacimiento de una nación de inmigrantes cuyos valores radican en la aceptación de la diversidad, se van disipando en la distancia. Para algunos “patriotas” sienten una amenaza que los va radicalizando cada vez más, para otros, sentir el orgullo de ser “americano” es cada vez más difícil de conservar.
Surge pues, la pregunta en este verano 2023 de sí el país más poderoso del mundo, estará a la altura del desafío de dialogar, de escucharse, de negociar, de rendir algunas posiciones para poder ganar otras. Es un dilema de conciencia que solo puede ser resuelto en el interior inviolable de cada persona que se conciba como miembro de una comunidad, a la vez miembro de la sociedad estadounidense, laboratorio de un mundo donde puedan caber muchos mundos.