Después de un año de espera e incertidumbre, finalmente el fuego que partió de Fukushima en marzo encendió en el pebetero del “Monte Fuji”, declarando para el mundo que la 32 olimpiada quedaba abierta, y que los atletas de los 204 países invitados podían dar inicio a sus competencias. Los anfitriones dieron lo mejor de sí para escenificar una ceremonia de apertura digna de su prestigio; pero no se podía ocultar que los juegos no tienen público ni algarabía, debido al acecho y a los riesgos de la pandemia.
La realización de los juegos bajo las actuales circunstancias no deja de suscitar alivio y alegría por una parte, pues las justas son un símbolo de la resiliencia del ser humano y de su voluntad de no dejarse doblegar por eventos catastróficos, pero también suscita interrogantes de si el evento se ha realizado bajo el filtro de la mayor sensatez humana, –ante la necesidad de proteger tanto a atletas como a anfitriones–, o si por el contrario, ha primado el interés económico frente a los compromisos y contratos multimillonarios suscritos un año atrás, con cadenas de televisión y patrocinadores de todo tipo.
Los juegos tendrán que superar muchos obstáculos y contrariedades, entre ellas, la oposición de una buena parte del público japonés, al cual se le debió dar las máximas garantías de que los atletas estarán en una “burbuja sanitaria” y que no significarán un peligro de contagio para la población. Al mismo tiempo esta competencia, quizás la más amada, exigente y prestigiosa de cuantas hay en el mundo, es también el espacio donde se puede ver la fuerza del espíritu humano en su máximo esplendor y su capacidad para reinventarse aún en las condiciones más adversas.
Por eso, en medio de todo y sobrevolando los argumentos en contra, que se hayan podido realizar los juegos significa una luz de esperanza en el horizonte del mundo después de un año de dolorosas pérdidas y muertes, confinamiento, cierre de fronteras, caída de los mercados y pérdida de millones de empleos, con el consiguiente negativo impacto en la economía mundial. Aún sin público en las tribunas, los juegos activan nuestras emociones, liberan nuestras simpatías, reavivan nuestro orgullo patrio y entusiasman el espíritu.
Por eso a los niños y jóvenes del mundo entero les viene muy bien en este momento el potente lema del olimpismo, “más rápido, más alto y más fuerte”. Estos no son solo principios para aplicar en el deporte, sino en todos los propósitos de nuestra vida. Está demostrado que los deportistas que se preparan para competir en una olimpiada desarrollan habilidades muy valiosas, como la capacidad de trazarse y alcanzar objetivos, la habilidad de renunciar al “yo” para engranarse en el “nosotros”, es decir, la habilidad para trabajar en equipo; el espíritu abierto a la amistad y fraternidad con personas de todas las etnicidades y culturas, y la búsqueda incansable de la excelencia. Por todos estos motivos, hay que saludar con alegría y optimismo la realización de Tokio 2020, la máxima justa del deporte mundial, que se tuvo que postergar al 2021.