Es una sana costumbre y una tradición muy arraigada en el pueblo norteamericano, que el ultimo jueves de noviembre compartamos una cena con una profunda y sentida “Acción de Gracias”. Es una celebración admirable y preciosa que tiene sus raíces en lo que cuenta en el imaginario social, la historia de fundación de este país, que se remonta a 1621; cuando los colonos de Massachusetts se sentaron a cenar junto con los indios wampanoag, para agradecerles que les hubieran enseñado técnicas para cultivar y para cazar en su nuevo entorno lleno de desafíos. Se dice que la celebración duro 3 días.
La tradición se fue consolidando hasta que dos presidentes, Abraham Lincoln y Franklin Roosevelt la oficializaron. Con los años, el “Thanksgiving” terminó convirtiéndose en la festividad familiar más entrañable para el pueblo norteamericano. Ya que, siendo un país con gran diversidad de creencias religiosas, esta tradición es seguida por la mayoría de los judíos, católicos, y otros credos. Millones de ciudadanos se desplazan para reunirse con los suyos y agradecer a Dios por la familia, el trabajo, la salud, la tierra, la alegría, la abundancia.
A pesar de la dura prueba a la que los meses de pandemia han sometido a casi toda la humanidad, no se puede decir que no haya ningún motivo para celebrar o agradecer. Hay que agradecer que la vida sigue, que en muchos lugares lo peor parece estar pasando; que el empleo y la reactivación económica dan tímidas muestras de renacer, y que el deseo de vivir, de recomenzar, de reencontrarse con la familia y los amigos bulle en el ánimo y aviva los sentidos.
Sin embargo y haciendo honor a la verdad, también tenemos sobradas razones para preguntarnos: “pero ¿gracias de qué?” Si miramos a nuestro alrededor; hay muchos nubarrones en el horizonte y muchos motivos de desasosiego. Por mencionar algunos, la perniciosa corrupción, que se ha normalizado, el alto nivel de inseguridad en el que estamos sufriendo, fruto en parte de la ira que campea en las calles, por la violencia que también trae el narcotráfico, y de los asaltos y agresiones sin cuartel al ciudadano común.
Además, la crisis de los opioides esta batiendo récords de víctimas mortales, con más de 130 mil en 12 meses. Han sido sumamente insuficientes las medidas para tratar la endemia de salud mental, duramente agravada por el encierro, por la falta de clínicas y de personal, y por las malas políticas de salud pública, que no han sabido identificar, invertir y tratar con eficiencia, intervenciones prácticas, y tratamientos necesarios, de manera interdisciplinaria y coordinada.
La pobreza y lo que conlleva, muchas veces tiene sus orígenes en problemas relacionados con el trauma y la salud mental, que ya parece sobrepasarnos.
A esto se agregan las enormes fracturas sociales que sumergieron en el país durante los últimos años; fractura entre partidos políticos; fractura entre sus propias facciones internas; fractura entre los diversos grupos étnicos, atizada a veces por gobernantes movidos por la discriminación y sin visión de país, y fractura entre quienes creen en la protección del derecho a la vida, pero no el de la muerte. Donde temas como el aborto, eugenesia y eutanasia; parecen dejar de lado la defensa por el derecho a la vida (antes y después de nacer) con justicia y dignidad; y mientras defienden a ultranza su visión contra el aborto, también rechazan cualquier idea de reforma a la regulación de armas de fuego.
Entre tantas divisiones, están quienes creen que la paz es un espacio inviolable, y quienes piensan que atizando el dio entre clases, razas o credos políticos y religiosos pueden alcanzar más rápido sus propias ambiciones y objetivos.
Ante esta panorámica, llegan los últimos meses del año, las “buenas consciencias” se apresuran a hacer “las paces”, para prepararle el terreno a las fiestas familiares y de amigos, y se suele dar un poco de lo que nos sobra a los más vulnerables. Es la temporada para la compasión y la solidaridad, en donde personas, agencias, organizaciones, empresas, gobiernos etc., se intentan lavar las consciencias, y resarcir, aunque sea un poquito, lo que el resto del año, directa o indirectamente, provocan, con su ineptitud, o indiferencia.
Es tiempo de hacer un poquito las cuentas. Sí bien un corazón agradecido es siempre más proclive a encontrar paz y felicidad aún en medio de las injusticias y las pruebas; hay que persuadir un raciocinio reposado y sensato, que no pueda no ver el decaimiento de los valores que sostienen nuestra sociedad, la pérdida de espacios comunitarios a manos de la violenta ira, el gobierno de la impunidad, y la gran incapacidad o apatía, de muchos de nosotros y de nuestros líderes, para dialogar y buscar los consensos que puedan sacar a nuestra sociedad del presente atolladero, que va más allá de la inflación o de la pobreza económica, padece de pauperismo espiritual, y verdadero amor a la vida y al prójimo.