Solía afirmar Winston Churchill que “la democracia es el menos malo de los sistemas políticos”; seguramente para subrayar lo indeseable de los sistemas monárquicos, dictatoriales o anárquicos; pero también para aclarar que la democracia no es perfecta. Aún así, en la época moderna se fue afianzando en Occidente como el modo más deseable de gobierno, porque garantizaba no solo la participación del pueblo en la toma de decisiones sino también, su libertad para elegir quiénes serían sus gobernantes.
Los griegos utilizaban el concepto de aristocracia en el mejor de los sentidos: del griego “aristos”, excelente, sobresaliente, y “kratos”, poder; por lo tanto, el gobierno de los mejores, los más preparados, los más capaces. En el presente la palabra “aristocracia” se prostituyó, perdiendo cualquier connotación positiva y pasando a ser una de esas palabras con que los ideólogos de izquierda definían a las clases privilegiadas y gobernantes, asociándolas con la búsqueda egoísta del poder, el engaño, la corrupción y el nepotismo.
De hecho, algunos pensadores griegos veían con recelo a la democracia, pues temían que “cuando el pueblo tiene el poder, puede querer elegir a uno cualquiera de ellos, sin importar si es realmente el mejor y el más capaz”. Este temor parece haberse materializado en muchos de nuestros países; valga mencionar Bolivia, Venezuela o Nicaragua, pero también Brasil y Perú, que han elegido líderes muy populistas, para meses o pocos años después andar desesperados buscando una destitución o una revocatoria para sacarlos del poder. No por nada Perú ha tenido 5 presidentes en 5 años.
Se sabe que también Churchill dijo: “el problema de mí país es que hay demasiadas personas que quieren ser importantes, pero no útiles”. La consecuencia de optar por un gobierno de los más habladores y demagogos, pero menos preparados y capaces, es decir, de elegir una ineptocracia, es que rápidamente la ciudadanía les pierde la confianza y el respeto a los elegidos, y cada individuo, grupo o colectivo social empieza a trabajar por su propia agenda y fines, y a desconocer la autoridad de aquellos que eligió como gobernantes.
Así es como hemos llegado a la actual crisis de autoridad; donde muchos deciden que ellos establecen lo que es legal o correcto, y contradicen todo lo demás, sin importarles el caos social. Por eso tenemos a miles de individuos que ignoran las señales del tránsito; que se saltan siempre la cola; que insultan y maltratan a los servidores públicos, que ocultan sus ganancias en el extranjero, que predican abiertamente su supremacismo, y en el peor de los casos, gente dispuesta a asaltar los símbolos del imperio de la ley, como sucedió con el Capitolio.
Ante tal panorama en el país con más presos,* solo queda volver los ojos a la tarea de la educación; para darles nuevo valor a las virtudes cívicas como la solidaridad, el altruismo; el respeto a la ley y al espacio del otro; el amor al trabajo, la honestidad y pulcritud en lo laboral y lo económico, la obediencia y el debido respeto a los padres y mayores; todos estos, valores que la sociedad relativista y liberticista que nos corroe intenta demoler, silenciosa pero incansablemente, a través medios de comunicación sin normas éticas y redes sociales que son semillero de “fake-news”. Pero en el conflicto entre antivalores y virtudes sociales, cada uno es responsable de elegir y proteger a conciencia lo que ha sido y será lo justo y lo correcto.
*Estados Unidos y El Salvador, ocupan el primer y el segundo lugar en el ranking mundial que establece la proporción de población tras las rejas por cada 100.000 habitantes.