Los indígenas arahuacos esperan el inicio de la ceremonia de juramentación del nuevo presidente Gustavo Petro en la plaza de Bolívar en Bogotá, Colombia, el domingo 7 de agosto de 2022. (Foto: AP/Ariana Cubillos)

El 9 de agosto de cada año se celebra el Día Mundial de los Pueblos Indígenas, según lo fijó la ONU en 1994; y este año, en particular, se ha querido focalizar en el papel de las mujeres indígenas en la conservación de la cultura, las tradiciones y los saberes ancestrales. Y aunque algunas mujeres indígenas han logrado alcanzar cargos de importancia y reivindicarse, en algunos países, la realidad es que todavía los pueblos originarios libran una batalla contra la marginación y la invisibilidad, en una sociedad de preponderancia cultural europeizante.

La discusión sobre la historia de los pueblos indígenas de América se camina sobre terreno resbaladizo. Hay algunas verdades históricas que no se pueden negar, como el hecho de que hubo intentos de genocidio y exterminio masivo sobre muchas tribus; exterminios que fueron más violentos y eficaces en Norteamérica que al sur del Río Bravo; y también, que en algunas regiones se intentó borrar o “corregir” su cultura. Al igual, hay que tomar con pinzas las acusaciones de que España condenó, aplastó o destruyó la rica y noble cultura de estos pueblos.

Tras los festejos por los 500 años de América, se puso muy en boga criticar y descalificar todo lo hecho por España y Portugal en el Nuevo Mundo, basándose en el conocido (y absurdo) principio declarado por Jacobo Rousseau en El Contrato Social, de que “el hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe”; algunos indigenistas empezaron a crear el mito del “buen salvaje” americano. Sin embargo, testimonios de varios de los primeros cronistas de la conquista no hablan de la “bondad natural” de estos pueblos, sino más bien de su “ferocidad natural”, como lo narra Bernal Díaz del Castillo en “Historia verdadera de la conquista de la Nueva España”.

Díaz describe su sorpresa ante las gigantescas ciudades y “la poderosa cultura del imperio azteca”; que lo sobrecogió al llegar a México en 1516; un imperio de más de un millón de habitantes, (“y nosotros éramos unos 400”). ¿Cómo pudo un pequeño ejército de 400, vencer al gigantesco ejercito del emperador Moctezuma? El historiador pro-azteca y exdirector del Museo de la Universidad de Pensilvania, George Vaillant, en su ya clásico “La Civilización Azteca”, explica que, en el siglo XVI, la espléndida Tenochtitlan tenía ya una visión religiosa apocalíptica, que le hacía creer que cada tarde, el dios sol, en el ocaso, se desangraba.

Por eso, para reanimarlo y para que surgiera fuerte y brillante al otro día, había que obsequiarle con enormes cantidades de sangre, que ellos proveían sacrificando a cientos y cientos de prisioneros y esclavos de las tribus que los Tenochcas habían sometido. El deseo de liberarse de esta esclavitud sacrificial y sangrienta es lo que lleva a estas tribus a aliarse a Hernán Cortés, que terminará imponiéndose con el tiempo sobre las huestes de Moctezuma. Y aunque algunos la hayan considerado exagerada, la cinta Apocalypto, de Mel Gibson (2006) –aunque enfocada en la cultura Maya– coincide bastante fielmente con los historiadores.

Por eso, aunque hay que apoyar todas las campañas e iniciativas para devolverles su autonomía cultural a estos pueblos, para valorizar sus conocimientos y su conexión natural con sus tierras de la que han protegido la biodiversidad, no se puede negar que el cristianismo, aún con enormes errores, contribuyó a emancipar a estos pueblos de prácticas ancestrales sangrientas y antihumanas.

La mujer más venerada del cristianismo católico, Santa María de Guadalupe, con rostro indígena, vestida con rayos de sol y parada sobre la luna, cuentan que se apareció precisamente en el Tepeyac, un sitio ritual azteca, y desde allí, con ternura maternal atrajo al cristianismo a millones de indígenas.

Muchas son las deudas y el perjuicio a las poblaciones indígenas que siguen bajo el yugo de los gobiernos y las sociedades, pero al menos la peregrinación penitencial del papa Francisco al Canadá para pedir perdón por los excesos cometidos por la Iglesia contra los pueblos nativos de ese país, es una muestra que se está consciente de la necesidad de actuar a favor de los derechos humanos y civiles de todos, en especial de los más desfavorecidos.

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