(Foto: Ilustrativa/Pexels)

La crisis de los opioides que campea en la nación ha golpeado en forma particular a Filadelfia; y el COVID llegó para empeorar las cosas. Los prolongados periodos de confinamiento no solo aumentaron a niveles muy sensibles el nerviosismo y la ansiedad por el encierro; sino que, además, han facilitado que el fentanilo de uso médico hiciera su tránsito hacia el uso no medicado, sumándose al daño que ya causa este fármaco cuando se produce y expende de forma ilegal para usarse como droga recreativa y psicoactiva.

Las consecuencias del COVID se van haciendo cada vez más visibles con el paso de los días. Entre ellas la primera y más evidente es el arrebato de vidas útiles y productivas que están siendo borradas paulatinamente de entre nosotros; dejando a muchas familias sumidas en el dolor y las consecuencias de la perdida. La segunda es la alta incidencia de depresión como fruto del confinamiento, a causa de la falta de interacción con otros humanos. La tercera, la soledad, que empuja a muchos a refugiarse en los opioides y otras adicciones. La cuarta, el deterioro económico por el cierre de empresas y negocios y, la quinta, los daños colaterales a nivel fisiológico que deja el virus en quienes lo han padecido.

Todo esto crea una fuerte incertidumbre y genera una larga sombra de desaliento sobre nuestro horizonte. ¿Dónde buscar una salida?

La «utopía científica» de la sociedad ultramoderna nos llevó a creer que podíamos hallar cura a todos estos males con más estudio, más ciencia, más médicos, psiquiatras, terapeutas y toda clase de especialistas anticrisis. Pero es posible que todas estas ideas no busquen sino sanar los síntomas y terminen siendo soluciones cosméticas. El extravío en el hombre moderno del sentido trascendente de la existencia es, tal vez, la auténtica pandemia que estamos padeciendo. Decía la filósofa María Zambrano que nuestra cultura moderna se halla atravesando una «noche oscura». Al mismo tiempo, el poeta T. S. Eliot ponía su esperanza en que «esta oscuridad tarde o temprano nos empujará a buscar y a descubrir las realidades divinas».

A pesar de que hoy día es «políticamente incorrecto» hablar públicamente de fe o de Dios, el actual vacío de sentido está llevando a muchos a preguntarse si quizás exista realmente un ser superior, inteligente y personal, que pueda ayudar al hombre, criatura frágil y limitada –aunque a menudo arrogante en su presunción de conocimiento– a atravesar este momento de crisis y oscuridad profunda.

Pero mientras esperamos que la humanidad llegue a ese «punto de inflexión» en que nuestras sociedades se abran a la trascendencia, los que ya creemos en ella tenemos el deber de mostrarlo practicando una solidaridad concreta, generosa y permanente hacia aquellos que están sufriendo más vivamente la soledad, las estrecheces y el dolor que dejan a su paso el COVID, el recrudecimiento de la pobreza, el incremento de la violencia, las adicciones y la depresión, que, además, a menudo terminan en la vía sin retorno del suicidio.

Por lo tanto, solidaridad, consciencia y apertura a la trascendencia, quizás sean el más seguro camino hacia un renacer de nuestro país y de nuestra humanidad.

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