A propósito del Día de la Mujer que se celebra el 8 de marzo, la VOA entrevistó a seis mujeres venezolanas de la tercera edad que emigraron a Colombia, donde enfrentan retos pero a la vez celebran las nuevas oportunidades y la satisfacción de haber encontrado personas valiosas y un nuevo hogar.
Ninguna imaginó tener que dejar atrás su casa, su tierra, sus amigos. Tampoco que, siendo adultas mayores, tuviesen que buscar nuevos horizontes, un nuevo hogar y trabajos que les permitieran mantenerse no solo monetariamente, sino sanas, vigorosas, con ganas de hacer mucho más, a pesar de los años y de los retos que trae consigo la migración.
A propósito del Día de la Mujer, la Voz de América le cuenta la historia de seis mujeres que, sin duda, extrañan su país, Venezuela, pero que se muestran aguerridas, valientes y consistentes, y se han adaptado a una nueva ciudad, Bogotá. Todas ellas manifiestan que salir de su país, a pesar de la nostalgia que ocasiona, se convirtió en una oportunidad para demostrarle al mundo y a sí mismas de qué están hechas.
La “madrecita” que siempre mira “pa’ lante”
Ana María Carrasquero. 56 años. Cabimas, Zulia
A las siete de la mañana comienza la jornada de Ana María Carrasquero. Una mujer de pocas palabras, seria, de carácter fuerte que, con 56 años y, a pesar de haber sufrido dos derrames cerebrales y aún cargando la pena de la muerte de uno de sus cinco hijos, llegó hace casi tres años a Bogotá a trabajar y hoy es la administradora de un edificio de pagadiarios -hospedaje donde se paga por días- en el centro de la ciudad, en una zona vulnerable, y en el que habitan, en su mayoría venezolanos: “Ya a esta edad, como que muchas no pueden, pero yo sí. Tengo 56 años, me gusta trabajar y vivo orgullosa de mis inquilinos que me dicen ‘madrecita’”.
Y es que precisamente, Ana María es la encargada de todo allí. Atiende en la entrada del lugar a los nuevos huépedes, guía a quien lo necesite, pero además vende su tinto -como se le llama el café negro en Colombia- el cual coloca en un termo, sobre una pequeña mesa de madera, ubicada al lado de una silla plástica, donde se para todos los días -relata- hasta bien entrada la noche, cuando se refugia en una pequeña habitación donde hay un guardaropa, un escritorio y las pertenencias de ella y su esposo.
Ser migrante a esta edad, para ella, no ha sido nada fácil por la familia que dejó y por la xenofobia: “Lo que le dicen a uno, pero uno lo supera, pero pa’ lante porque todos somos iguales, todos somos seres humanos”, dice orgullosa.
Una “batalladora” de sonrisa eterna
Misleidys Chávez. 57 años. Maracaibo, Zulia
A Misleidys jamás se le borra la sonrisa del rostros mientras conversa, a pesar de que dejó hace un poco más de un año su natal Venezuela y ahora lucha por sobrevivir en un puesto en la calle en el centro de Bogotá vendiendo arepas y cigarrillos. Su risa es eterna incluso en las frías madrugadas bogotanas y mientras enfrenta largas jornadas de nueve horas, tres días a las semana.
Se le siente, se le ve y se le escucha orgullosa de ser una mujer madura que lucha cada día para ser mejor: “Mi mamá tiene 71 años… En ella aprendí a ser una mujer emprendedora. Mi madre se quedó en Venezuela… yo no, yo busco ese futuro”. Explica que el porvenir lo lo encontró en una cálida Bogotá, donde trabaja para ayudar además a su hija y a sus cinco nietos, y adonde también llegó con su hijo y su otro nieto: “Me encanta, me gusta el clima, me gusta el respeto de la gente… Las cosas de allá de Venezuela son muy distintas”.
La mujer, de ojos achinados y pelo blanco y brillante, dice que desde que se dolarizó su país, no hay oportunidad para una persona mayor. Sin embargo -admite- en la capital colombiana se le han “abierto las puertas” y aún guarda la esperanza de adquirir los papeles para regularizarse. Es más, dice que se le ha pegado el acento y hasta de “caleña” la han tildado.
“No hay vuelta atrás… Y aquí me quedo, que me saquen de aquí pero muerta” (risas), apunta Misleidysy, mientras da de comer a una de sus nietas en una comedor comunitario, al que acude todos los días para recibir un almuerzo gratuito junto a su familia.
La “abuelita” que deja un legado
Josefina Figarella. 74 años. Valencia, Carabobo
“Pensar, sentir y actuar en armonía con el mundo es graduarse de persona”: Este es el legado que quiere dejar Josefina, una trabajadora social, orientadora sexual, programadora neurolingüística y experta en psicolingüística, a la sociedad. “Mi misión de vida… es para ser útil, con mucho amor, en cualquier circunstancia, refiriéndome a esa pasión… por el estudio del comportamiento humano y por ayudar a las personas”, dice, sin titubear y a sus 74 años, esta mamá de tres hijos y abuela de cuatro nietos.
En Venezuela, fue orientadora de un colegio con alta exigencia, pero la situación de su país la llevó a trasladarse a la capital colombiana, junto a su hija, hace seis años. En principio, ayudó en casa y a cuidar a su nieto, pero no podía desprenderse de su profesión y acudió voluntariamente para apoyar algunas fundaciones e incluso fundó otra que no prosperó por falta de recursos, pero no quiso ser una carga en casa y decidió aceptar un trabajo remunerado “como obrera”, lo que no “imaginó nunca”. Hace tres años, cosió “por afición y no por formación” 200 estolas. Se desveló noches enteras, pero renunció a los pocos meses. Lo mismo sucedió cuando debió confeccionar uniformes para motos y permanecía sentada frente a una máquina de coser más de 10 horas al día.
También intentó hacer panes dulces y venderlos, hasta que el año pasado pudo vincularse a la Fundación Juntos Se puede, donde no solo ha laborado en la integración del equipo, jornadas comunitarias y con la juventud, sino que se ha ganado el respeto: “Me llaman la abuelita”, cuenta, dentro y fuera de la fundación le han dicho que es “un bonito ejemplo para el adulto mayor, para que sepan que nosotros podemos ser útiles hasta que dejemos de estar aquí, que no es impedimento ni la edad, ni los problemas, ni la circunstancias de vida”.
Aunque, en este momento cuenta con el PPT, no quiere “vivir como gitana” y viajará para su país algunos meses a estar en casa y a dictar un diplomado en su antiguo colegio. También quiere fortalecer las consultas virtuales, pues el año pasado se preparó como Facilitador Digital Profesional. No obstante, tiene planeado regresar a Colombia para actualizar el programa de violencia basada en género en la fundación, pues está convencida de que “las mujeres somos el recurso más importante para la construcción de un tejido social”, y en ese sentido, confiesa que lo más lindo de emigrar ha sido experimentar “las ventajas que puede tener la transculturización para impulsar el desarrollo del potencial humano. Porque es darnos cuenta que somos diferentemente iguales, que somos lo mismo en todas partes”.
La abogada que quiere ayudar a los colombo-venezolanos
Aisquel Guerra. 62 años. Barquisimeto, Lara
Aisquel jamás pensó estar en los zapatos de su padre, quien huyendo de la violencia Colombia, tuvo que refugiarse en Venezuela. Ahora, con casi siete años de vivir en Bogotá, ha rememorado, con miedo, cuando era pequeña y escuchaba los colombianos que llegaban a su hogar a pedir pan.
“Para mí, Colombia ha sido es eso, un pedacito de lo que me toca vivir por lo que los colombianos vivieron en Venezuela”, cuenta con nostalgia, pero a la vez con fortaleza: “Si te toca, si estás consciente de que te puede tocar, pisas bonito cada día para que el otro lado sea bonito”.
Y así ha tratado de hacerlo, incluso desde que pensó en emigrar. Ahorró y buscó a su padre para que, después de 40 años, le diera el apellido, con la mala suerte de encontrarlo “tres metros bajo tierra”. No obstante, acudió, entonces, a sus conocimientos como abogada y a una de sus hermanas para lograrlo.
“A pesar de que nuestra situación económica era estable, veía de alguna manera el futuro como no tan estable, y eso me asustaba. Y en lo que respecta a la parte social, mis hijas nacieron en un régimen que no fue el mismo en el que yo nací, yo quería que ellas conocieran, de alguna manera, vivir en democracia”, confiesa esta madre de dos hijas y abuela de tres nietos.
Agotada de poder acceder a sus papeles en regla, dudó mucho en salir de Venezuela, pero una enfermedad que aquejaba a su hija fue el último ‘empujón’ para hacerlo.
Afortunadamente, confiesa, su vida productiva en Bogotá ha sido positiva, gracias a un emprendimiento de regalos personalizados que creó con sus hijas, desde que estaba en Venezuela. Además, recientemente la contrataron en una fundación donde ejerce el derecho, trabaja con población vulnerable y, además, brinda asesorías virtuales.
“Dentro de mis sueños aquí en Colombia, te digo por mi experiencia como colombo-venezolana, quiero ayudar a tanto venezolano que es colombiano de sangre”, cuenta con orgullo.
La solitaria “capitana” del barco
Nellis Pérez. 58 años. Barinas
Nellis tiene una mirada y una sonrisa dulce, pero una voz y un carácter fuerte y tiene sus motivos: “Yo fui como ese capitán del barco en mi hogar”, confiesa. Un carácter que no solo la llevó a salir a los 17 años de su hogar y trabajar limpiando casa por casa, para luchar por sus siete hijos, sino a emprender la aventura de emigar sola en busca de una vida mejor.
Tras vender varias cosas y cargar con una maleta que tuvo que pasar por carreteras, trochas y ríos hasta llegar a la capital, hace tres años llegó a Bogotá convencida de que hay futuro: “A mí me gusta trabajar en lo que yo sé. Vender mis cositas en la calle”.
Por sus múltiples problemas de salud, en Venezuela pasó de ser empleada doméstica a portera de un colegio, sin imaginar que, en Colombia, le esperaban otros roles más desgastantes: reciclar, vender tintos, cuidar niños, y caminar ochos días, varias horas al día, para vender las tradicionales hallacas venezolanas que le dejan entre 13 y 15 dólares. Dice que esas ganancias “se van” en los medicamentos que se autoprescribe.
A pesar de la xenofobia que dice haber vivido, sentir la ausencia de sus hijos, con los que usalmente no habla, se proyecta vivir en Colombia por mucho más tiempo. Incluso, sueña con poder acceder a una cirugía de tejidos para poder trabajar con más constancia.
También, disfruta de la compañía de mujeres de su edad que la invitan a casa, le regalan comida y ropa y la distraen con danzas, encuentros y risas: “Yo soy huérfana de hace muchos años y qué bonito es conseguirme que me digan: ‘Que el Señor la bendiga’. Imagínese, eso es algo muy grato, conseguirme un par de viejitas como yo y hasta más mayores”.
“La princesa” que sueña con ser profesional
Sobeida Prada. 62 años. Maracaibo, Zulia
Vanidosa, sonriente y muy optimista. Así se le ve a Sobeida, una mujer que con sus ganas de seguir adelante, no solo ha podido ser cantante, actriz y deportista, en una tierra que no es suya, sino que además sueña con estudiar y ser profesional.
Hace cinco años, decidió emigrar, cansada y “desmoralizada” de no poder conseguir alimento para llevar a casa. Además, sus hijos, decididos de estar en Colombia, la llevaron consigo.
Empacó sus “coroticos” y llegó a Bogotá para dedicarse al cuidado de la casa y de sus nietos. Cuando en 2021, su hija enfermó y debía ser operada, trabajó de domingo a domingo, 12 horas al día, en un asadero, cocinando y haciendo aseo para ayudar a su yerno a costear los gastos de la casa. Priorizó su salud y, después de tres meses, decidió parar. Luego, laboró preparando jugos.
“Yo nunca había trabajado en ese tipo de oficio, porque yo trabajé en Venezuela, yo era secretaria, trabajé en un banco en 20 años… Entonces mi oficio siempre fue de como de oficina”, dice Sobeida, quien estudió contabilidad en su país, y quien también, a pesar de contar con sus permisos al día, ha vendido pesebres que ella misma elabora, quesillos venezolanos y empanadas.
Duro migrar, dice esta abuela de tres nietos, duro padecer la xenofobia, pero muy gratificante, al tener la posibilidad de adaptarse, estar cerca de su familia y conocer un nuevo destino: “Yo nunca pensé que iba a venir a Colombia, poder disfrutar Bogotá, conocer todo lo bonito. Hay mucha gente que nos ha abierto puertas”.
Pero lo más bonito, recuerda, comenzó desde que una líder de su barrio le permitió entrar a un grupo donde ha aprendido a bailar danzas autóctonas colombianas, cocinar platos típicos y, además, protagonizar una obra de teatro, en la que caracterizó a una princesa.
También ha sido voluntaria de un comedor comunitario de su barrio y pertenece a un programa de la Alcaldía de Bogotá, dirigido a personas de la tercera edad, donde participa en cuanto taller se le presenta y cuanto paseo la invitan. Hizo un curso sobre emprendimieto y sueña con validar el bachillerato en Colombia, ser profesional y viajar.