Puerto Príncipe, Haití. — Nadia acalla a una bebé de tres meses que llora envuelta en sus brazos y la besa suavemente en la frente. Tenía 19 años y no estaba lista para ser madre, pero la vida de la joven haitiana cambió el año pasado cuando caminaba a casa por las calles polvorientas de una zona controlada por pandillas en la capital de Haití.
Fue arrastrada al interior de un automóvil por varios hombres, que le vendaron los ojos y la secuestraron. Durante tres días, la golpearon, la hicieron pasar hambre y la violaron en grupo.
Meses después, supo que estaba embarazada. En un instante, se desvanecieron sus sueños de estudiar y ayudar económicamente a su familia.
Un conjunto tóxico de pandillas saquea la nación caribeña castigada por la crisis — secuestrando, extorsionando y desplazando a los civiles que ya no tienen nada más que dar— y utiliza cada vez más los cuerpos de las mujeres como armas en su guerra por el control.
Las mujeres como Nadia viven con las consecuencias.
“Lo más difícil es que no tengo nada que darle”, dijo Nadia sobre su hija. “Tengo miedo porque a medida que crezca y pregunte por su padre, no sabré qué decirle… Pero tendré que explicarle que fui violada”.
La mujer sólo usó el nombre de Nadia, que no es su nombre verdadero, para hablar con The Associated Press, que tiene la política de no identificar a las víctimas de violencia sexual.
Castigado desde hace mucho tiempo por la crisis —desastres naturales, agitación política, pobreza extrema y oleadas de cólera—, Haití se sumió en el caos en 2021, después del asesinato del presidente Jovenel Moïse.
La violencia sexual se ha utilizado durante mucho tiempo como un instrumento de guerra en todo el mundo, una forma bárbara de sembrar el terror en las comunidades y asegurar el control.
“Se están quedando sin herramientas para controlar a la gente”, explica Renata Segura, subdirectora para América Latina y el Caribe del International Crisis Group (Grupo Internacional de Crisis), una organización independiente que trabaja para evitar guerras y conflictos letales.
“Extorsionan, pero hay un límite al dinero que se puede extorsionar de personas que son realmente pobres. Esto es lo único que tienen que pueden imponer a la población”.
Ese miedo se ha extendido por todo Puerto Príncipe. Los padres dudan en enviar a sus hijos a la escuela, temerosos de que puedan ser secuestrados o violados por las bandas de delincuentes. Por la noche, las calles bulliciosas de la ciudad se vacían.
Salir de casa es un riesgo, sobre todo para las mujeres. También lo es huir: las pandillas utilizan la amenaza de violación para impedir que las comunidades abandonen las zonas que controlan.
Helen La Lime, enviada especial de la ONU en Haití, dijo a finales de enero al Consejo de Seguridad que las pandillas emplean la violencia sexual para “destruir el tejido social de las comunidades”, particularmente en zonas controladas por pandillas rivales.
Violan a niñas y niños desde los 10 años, afirmó.
Lo que empeora eso es la fuertemente baja cantidad de denuncias, lo que dificulta que cualquier autoridad comprenda el alcance total del daño. Las mujeres temen que las pandillas busquen vengarse de ellas y confían en la policía haitiana tan poco como en las pandillas.
El gobierno actual del país, que muchos consideran ilegítimo, declinó hablar sobre lo que hace para abordar el problema.
La ONU documentó 2.645 casos de violencia sexual en 2022, un aumento del 45% con respecto al año anterior. Esa cifra es apenas una fracción del número real de agresiones.
Nadia estuvo entre quienes no presentaron una denuncia.
Cuando se enteró de que estaba embarazada, se debatió entre quedarse con el bebé o no, pero decidió darle a su hija la mejor vida que pudiera. En Puerto Príncipe, un lugar ya carente de oportunidades y con altos niveles de pobreza, fue imposible que la nueva madre entrara a trabajar o continuara sus estudios.
Mientras tanto, médicos como Jovania Michel intentan cubrir estas lagunas.
Michel trabaja en uno de los únicos hospitales de Cité Soleil, el epicentro de las guerras de pandillas en Puerto Príncipe. Allí ve a madres que fueron violadas en grupo después de que mataran a sus maridos; sobrevivientes de violencia sexual que viven en la calle, sin poder regresar a casa por temor de que vuelva a ocurrir; y víctimas que padecen infecciones de transmisión sexual.
“La violencia sexual es una forma de paralizar, de asustar a la gente. En el momento en que aumenta la violencia sexual, todo el mundo deja de moverse, la gente no va a trabajar porque tiene miedo”, expresa Michel. “Es un arma, es una forma de enviar un mensaje”.
Ese fue el caso de una mujer de 36 años que habló con la AP vestida con una blusa con rosas rojo brillante y el cabello cuidadosamente recogido en trenzas. Pidió que no se publicara su nombre por temor a represalias.
La mujer dirigió alguna vez una boutique con su esposo en la capital de Haití para que sus dos hijas y su hijo fueran a la escuela. En julio, un grupo de hombres armados, miembros de la pandilla G-Pep, se presentó en la puerta de su casa y dijeron que necesitaban dinero para balas.
Al no obtener el efectivo, los hombres se llevaron a su esposo a las 8 p.m.
Al día siguiente, encontró su cadáver en una zanja. Huyó del vecindario y envió a sus hijos a vivir con amigos y familiares en otras partes de la ciudad. Mientras tanto, ella durmió sola en la calle, y se unió a por lo menos otros 155.000 haitianos desplazados por la fuerza debido a la violencia.
En diciembre, cuando intentó regresar a su casa, los pandilleros la violaron y la golpearon.
“Soy una profesional, y de la nada vienen estos bandidos… que me hicieron perder todo. No estoy bien. No estoy bien. Todo me hace enfurecer de verdad. Llegué a un punto en el que quería suicidarme”, admite la mujer.
De pie, con la mandíbula firme y la cabeza inclinada hacia arriba, se secó las lágrimas del rostro.
Cuando trató denunciar la violación a la policía, le dijeron que no manejaban casos de pandillas.
En la actualidad, ella duerme en un parque con otros haitianos desplazados por la fuerza, y lo único que le da esperanza es que sus hijos, a quienes rara vez ve, puedan tener una vida mejor.
Pero le preocupa lo que significarán la profunda inestabilidad y el creciente control de las pandillas en Haití.
“No vivo en un buen país”, recalca.