Quiero compartirles un poco de mi historia personal. Después de haber sobrevivido con buena salud a este difícil año, quizás sea el momento para dar gracias por todo lo que la vida me ha dado.
Nací el 7 de septiembre de 1945 en Las Animas, Colorado, de Marcos y Carmen Ávila. Fui el primer hijo varón, algo muy importante en esos días. Carmen había dado a luz a cinco niñas maravillosas, pero yo iba a ser especial, dado que fui el primer varón de esta familia mexicana, y con esto vinieron algunas responsabilidades y derechos vagamente definidos.
Yo era un niño moreno y rechoncho, no el bebé más hermoso, pero fui el primer varón. Escuché que esa noche mi padre Marcos celebró bebiendo demasiado y presumiendo de este, su primer hijo varón. Me pusieron el nombre de su padre, lo que enfureció a mi tío Magdaleno, pues estaba reservando este nombre para su primer hijo. Mi nombre completo en el certificado se convirtió en Magdaleno Marcos Avila. Odié tener un nombre tan mexicano durante mi juventud, pero me encantó una vez que descubrí mis maravillosas raíces.
Mis padres pasaron a tener otras cuatro niñas y dos niños. Tuvieron un total de doce hijos. Éramos muy pobres pero muy orgullosos.
La célebre posición de ser el primer hombre perdió gran parte de su brillo al crecer alrededor de mujeres hermosas e inteligentes, que eran mucho mejores que la mayoría de los hombres que conocía. Mis hermanas fueron un desafío constante para mí, en medio de una cultura machista. Mis hermanos menores eran más inteligentes que yo y sabía que eventualmente me harían la competencia.
En 1974 se supo que mi padre tenía cáncer. Yo había estado organizando a los trabajadores agrícolas y no había estado en casa durante unos 6 meses. Al enterarse mi familia de la noticia me llamaron a casa, ya que todo parecía indicar que mi querido padre se estaba muriendo.
Llegué al pueblo unos días después de que llegaran varias de mis hermanas. Gran parte de mi familia estaba reunida alrededor de su cama de hospital. Cuando entré en la habitación, supe que tenía que ser fuerte y mostrar mi liderazgo como el primogénito de la familia. Histórica y culturalmente, era mi responsabilidad asumir este manto de responsabilidad familiar en caso de que mi padre muriera. Estaba listo para este nuevo desafío.
Llegué al hospital con el pelo largo, barba, sombrero de paja y mi mejor uniforme de organizador: ropa buena de segunda mano, con los correspondientes botones de «Poder para el pueblo» y «Viva Cesar Chávez». Entré en la habitación del hospital, saludé con la cabeza a mis hermanas, que se veían enojadas, y me paré para besar a mi madre en la mejilla, asegurándole en susurros que había llegado «El hombre de La Mancha».
A los pies de la cama del hospital, consideré a este hombre de piel oscura que era mi padre, ahora enterrado bajo una pila de mantas blancas que ocultaban su cuerpo perennemente bronceado. Procedí a anunciarle mi llegada en español, “Papá, llegué aquí tan pronto como pude. Por favor, dime qué quieres que se haga y lo haré. Tus deseos serán una orden para mí», todo esto mientras trataba de mostrar una imagen de macho seguro de mí mismo.
Solo me miró desde su almohada, sin sonreír. Todos sabíamos que estaba en estado grave y comprendió la importancia de mi visita y de que me sometiera a su voluntad.
Luego dijo en voz baja: «ven aquí, un poco más cerca». Yo obedecí y le dije de nuevo: «solo dímelo y yo lo haré». «Acércate», insistió. Finalmente, estaba allí, inclinado junto a su almohada. Me hizo una señal con la mano para que me acercara más, para poder susurrarme al oído. Esto fue extraño para mí, ya que no recuerdo a mi padre susurrándome al oído … gritándome sí lo recordaba.
No miré hacia atrás, a mis hermanas ni a mi madre; estaba seguro de que todas seguían paradas allí, presenciando este notable encuentro entre Marcos y su hijo, el activista radical.
Lo escuché, y por dentro mi sangre empezó a correr más rápido que la velocidad del sonido. No podía creer lo que me pedía este hombre. Lo miré por el rabillo del ojo izquierdo y le susurré: «¿estás seguro de que es esto lo que quieres que haga?» «Sí, sí», dijo, sin mostrar ninguna emoción en su rostro. «¿Ahora?, yo pregunté. Confirmó; «sí, ahora».
Me enderecé y me di la vuelta para enfrentar al grupo de mujeres, mis hermanas y mi madre. Comencé mi rápida marcha a través del semicírculo que habían formado detrás de mí. Pude ver las preguntas en sus ojos; “¿Qué te ha dicho nuestro padre y por qué fuimos excluidas?” Mi expresión reflejaba la del estoico rostro mexicano de mi padre.
«¿Qué dijo él?» preguntó una de ellas. «¿Qué quería?» preguntó otra. «¡Dínoslo!» exigieron. Algunas de ellas empezaron a seguirme mientras atravesaba el grupo buscando la salida al pasillo del hospital. Cuando llegué a la puerta, di media vuelta y dije: «es un asunto acá entre hombres».
Decirlo me hizo sentir bien en varias maneras; primero, porque era un secreto especial entre mi padre y yo; y segundo, si mis liberadas hermanas pensaban que era una cosa típica de los mexicanos machistas, entonces, me alegraba irritarlas un poco más. Tenía una mirada de suficiencia mientras bajaba orgullosamente los escalones del hospital hacia mi GTO azul del 68, estacionado afuera.
Estaba seguro de que mis hermanas habrían querido insultarme en mi ausencia, pero tendrían que moderar su lenguaje porque mi padre estaba allí, muy enfermo, y mi madre estaba presente. Para mí, aquello fue un pequeño triunfo momentáneo, en aquellas guerras de hermanos.
(continuará…)