
Bajo el techo del Caesars Superdome, las Águilas de Filadelfia no solo conquistaron su segundo título de Super Bowl en la historia de la franquicia, sino que lo hicieron con una exhibición de maestría que quedará grabada en la memoria del fútbol americano. El contundente 40-22 sobre los Jefes de Kansas City, bicampeones defensores, no fue un simple triunfo: fue un manifiesto de disciplina, estrategia y cohesión; en un partido donde probablemente el «yo» de algunas estrellas de Kansas City chocó contra el «nosotros» de Filadelfia. Los Eagles demostraron que el éxito perdurable se construye con aprendizaje trasformador y humildad.
Para muchos fue sorpresivo, pero entre ellos creían que el resultado sería el reflejo de todos los esfuerzos en diversos aspectos, que confluyeron para quedarse esta vez con el trofeo Lombardi que hace dos temporadas se les escapó de las manos.
Desde el primer minuto los Eagles impusieron un ritmo arrollador. Con una ventaja histórica de 24-0 al medio tiempo, y al término del tercer cuarto ya ganaban 34-6, por lo que una ola esmeralda comenzaba a salir a las calles del corazón de Filadelfia para festejar el triunfo de su equipo.
Filadelfia ahogó a los Jefes con una defensa ganadora y una ofensiva efectiva con muchos elementos virtuosos. Patrick Mahomes, acostumbrado a ser el hechicero en momentos críticos, estuvo desencajado gran parte del encuentro. La línea defensiva de los Eagles desarticuló a Kansas City. Parecía que los Jefes se habían preparado para parar a Saquon Berkley, y de hecho lo lograron, pero no pudieron evitar que corriera las 30 yardas por acarreo y se convirtiese en el jugador con más yardas terrestres en una sola temporada de NFL. Aunque pudieron evitar una anotación de la nueva figura del equipo admirado a nivel nacional, no pudieron con todos los talentos con los que se presentaron las Águilas a cazar oportunidades.
Jalen Hurts, el mariscal de campo de Filadelfia, bajo la atenta mirada en las tribunas de otros brillantes talentos como Lionel Messi, abrió el marcador con un pase de 28 yardas para Jahan Dotson, que puso los primeros seis puntos del partido y selló su participación con un pase magistral de 50 yardas a DeVonta Smith. Hurts tuvo una actuación magistral de precisión y liderazgo y fue el director de una orquesta que convirtió un partido en una obra sinfónica.
Terminó el Super Bowl con 17 pases completos en 22 intentos para 221 yardas, con dos touchdowns y una intercepción, además sumó 11 acarreos para 72 yardas y una anotación por tierra.
«No mido mi éxito en números, en estadísticas, en anotaciones, en yardas, sino en anillos, en campeonatos», declaró Hurts en la conferencia de prensa después de ganar su primer título en la NFL. «Ganar, vencer al rival y mostrarte es la prueba de que mejoras, fallar también hace que te des cuenta de lo importante que es ganar».
Detrás de esta gesta triunfante en la cima está Jeffrey Lurie, un empresario que entendió hace años que las franquicias no se construyen solo con chequeras, sino con identidad. Desde que adquirió el equipo en 1994, Lurie ha buscado líderes con carácter, y en esta temporada su instinto le compensó al confiar en talentos jóvenes. Su apuesta por conservar a Nick Sirianni, a pesar de lo vapuleado por críticos deportivos y fans, además de responder a la necesidad de refuerzos defensivos tras una temporada con un final doloroso como la del año pasado, dio los frutos buscados por los fans, y sorprendió gratamente a otros que se habían venido sumando a la fanaticada verde. Hoy Sirianni no solo es querido por sus jugadores, es apreciado y reconocido por casi todos.
El Super Bowl LIX no será recordado solo por el marcador, sino también por su mensaje. En una era de individualismo y búsqueda de crédito personal, los Eagles demostraron que el éxito verdadero es aquel que se comparte. Jeffrey Lurie, Nick Sirianni y cada jugador escribieron un capítulo que inspira no solo a aficionados, sino a cualquiera que crea en el poder de lo colectivo. Todos fueron líderes de su propia performance a favor del objetivo común.
Sirianni declaró: «La adversidad une y lo de los dos años pasados sirvió, suena raro, pero estoy agradecido por cómo terminó el año pasado”.
«Cuando aceptas la adversidad y la haces tuya, esto crea algo en ti y lo hace en todo el equipo, ellos trabajaron mucho para esto, dejaban sus teléfonos para trabajar, para conectar, salían a cenar, estaban juntos, no eran orgullosos, tener a Jalen [Hurts], A.J. [Brown] y DeVonta [Smith] así fue maravilloso, ellos abrazaron la adversidad y eso te moldea en la persona y el equipo que eres».
La temporada no fue tan contundente como cuando se creció en la etapa de las eliminatorias, y algunos críticos les auguraban otro colapso. Pero los Eagles, como la ciudad resiliente a la que representan, convirtieron cada tropiezo en un escalón y cada adversidad en una oportunidad.
Su triunfo podría trascender el deporte, porque más allá del festejo por un campeonato, le dan la oportunidad a Filadelfia de inspirarse en su resistencia y resiliencia alegre, su esfuerzo compartido, y la lealtad y el cariño mutuos.
Mientras Filadelfia celebra, una pregunta resuena: ¿Qué más se podría lograr como filadelfianos si se aplicará esta misma fórmula?
La unidad que se vivió durante los festejos, en especial el del 14 de febrero, donde se encontraron y abrazaron los Eagles con sus seguidores, hace que a más de uno le surja la pregunta, de como traspasar esa unidad en otros aspectos, en especial en una sociedad que se encuentra ahora históricamente dividida.
La armonía que se vivió en lo general recuerda el himno de “Fly, Eagles Fly”, que en realidad se llama «The Eagles’ Victory Song»; y fue creado en la década de 1950 por Charles Borrelli y Roger Courtland. La versión original ni siquiera contenía las palabras «fly, Eagles fly», decía «fight, Eagles fight». Décadas después, la canción estaba olvidada, pero en 1997 un hombre llamado Bob Mansure le preguntó a los Eagles si podía formar una banda para tocar en el estacionamiento antes de los juegos locales. Mansure redujo la duración de más de cinco minutos a solo 33 segundos y cambió las palabras y el arreglo. La nueva versión, que hoy se conoce como «Fly, Eagles, Fly», fue un éxito instantáneo y resuena en cada partido. Durante cerca de 24 horas desde que llegaron los primeros fans a instalarse un día antes del desfile, hasta los últimos momentos de esa fiesta histórica, ¡E-A-G-L-E S!, resonó cientos, tal vez miles de veces, entonada por los más disímiles fans, a quienes lo que los unía era que estaban ahí para honrar a su equipo.
La celebración fue una extensión de la idea de que se amplifica más la propia grandeza si se amplifica la grandeza de los demás. Ese fue el lema del ahora célebre entrenador Sirianni, y así fue como el equipo más talentoso en la historia de los Eagles tuvo la mejor temporada en la aventura de los Eagles, que los llevó a cantar su himno en las escaleras del Museo de Arte, con los fans más radicales de la NFL, que superaron sus diferencias y disfrutaron de celebrar en una inmensa compañía.