En una esquina dentro de la iglesia, las cálidas notas del órgano han envuelto a los parroquianos. Para el reverendo Jimmie Hardaway Jr. ha llegado el momento de predicar las lecciones encarnadas por el Príncipe de la Paz.
Si tan sólo el mundo afuera de los vitrales de la Iglesia Bautista de la Trinidad fuera más pacífico. Por desgracia, no lo es.
Es por eso que cuando Hardaway sube al púlpito la mañana de este domingo —semanas después de que un hombre de 24 años muriera a tiros, en la calle, a dos cuadras de la capilla, y días después de que seis personas murieran baleadas en un colegio religioso de Tennessee—, lleva escondida entre los pliegues de su traje una pistola semiautomática calibre .380.
“Realmente no soy libre si tengo que sentarme aquí y preocuparme por las amenazas a la congregación”, dice Hardaway, uno de los muchos líderes religiosos que demandaron a las autoridades de Nueva York el año pasado después de que los legisladores restringieran las armas en los lugares de culto. Para Hardaway hay parecidos entre los feligreses de la Trinidad y aquellos de la histórica iglesia de la comunidad afrodescendiente de Charleston, Carolina de Sur, donde un hombre armado mató a nueve personas en 2015.
“Realmente no soy libre si sé que hay alguien que puede hacer daño y no puedo hacer nada para protegerlos”, dice Hardaway, cuya ciudad sufre uno de los índices más altos de crímenes violentos del estado.
La decisión de Hardaway es sumamente estadounidense. Y pone de relieve las crecientes fricciones entre la reivindicación de dos principios muy estadounidenses: el derecho al culto y el derecho a portar armas. Este no es un caso aislado de esa tensión, considerando que las muertes por arma de fuego en Estados Unidos están alcanzando niveles récord.
A la misma hora, a unos 145 kilómetros (90 millas) de distancia, el reverendo Stephen Cady y su comunidad de la Primera Iglesia Metodista Unida de Asbury, en Rochester, Nueva York, también buscan un lugar seguro.
Y en un país en el que muchos líderes religiosos afirman que su trabajo les exige ahora elaborar planes para responder si llega un atacante armado a sus instalaciones, Cady ha llegado a la conclusión diametralmente opuesta.
Su iglesia, en una ciudad donde 63 personas fueron asesinadas con arma de fuego el año pasado, está en un barrio lleno de árboles y de bien casas cuidadas, casi para nada tocado por la violencia. Pero para una congregación preocupada por el aumento de los tiroteos y las muertes en el otro extremo de la ciudad, que reciben mucha menos atención, el camino a seguir sólo empeoraría con más armas, dice Cady.
“Detengámonos un momento juntos… al margen de la violencia de la semana que tenemos por delante, para que al menos podamos reconocer la violencia de la semana que acabamos de dejar atrás”, predica Cady, padre de tres hijos. Habla a sus fieles del pavor que sintió al enterarse de que una de las víctimas mortales del tiroteo de Tennessee era la hija de 9 años del pastor de la iglesia.
“Aquí estamos… de este lado de la puerta, anhelando nada más llegar a esa nueva vida al otro lado”, dice. “Sin embargo, el infierno parece habernos encontrado”.
Dos hombres, hermanos en Cristo pero desconocidos entre sí, cada uno decidido a ejercer su derecho estadounidense a rezar sin impedimentos.
Para uno, el derecho a portar armas —y la proliferación de 400 millones de armas y los miles de tiroteos que eso ha permitido— socava la libertad de rezar en paz. Para el otro, el derecho a llevar armas es un medio esencial para proteger la frágil libertad religiosa.
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En el corazón de la identidad estadounidense está la creencia que todos son depositarios de ciertos derechos: expresar libremente sus propias opiniones, reunirse con quien quieran, buscar la vida, la libertad y la felicidad como mejor les parezca.
Pero dado que la Corte Suprema ha adoptado una interpretación cada vez más amplia de la Segunda Enmienda, el derecho a las armas está proyectando una sombra sobre muchas otras libertades muy importantes para los estadounidenses.
Esa tensión se está volviendo visceral en algunos lugares de culto porque, cada vez más, se sienten como si fueran un blanco.
Así ocurrió en 2012, cuando un hombre armado que defendía posturas supremacistas blancas mató a seis fieles en el templo sij de Wisconsin, en la ciudad de Oak Creek. Y en 2017, cuando una persona armada entró a la Primera Iglesia Bautista de Sutherland Springs, Texas, y mató a 25 personas, entre ellas una mujer embarazada. Y un año más tarde, cuando 11 personas, incluidas varias que habían sobrevivido al Holocausto, fueron asesinadas por un hombre armado que irrumpió en la sinagoga Árbol de la Vida, en Pittsburgh.
Esos ataques, junto con violencia más rutinaria, pesan sobre los lugares de culto que se esfuerzan por ofrecer refugio de la crueldad de la vida diaria, dice David Yamane, profesor de sociología de la Universidad Wake Forest, que ha enfocado su trabajo tanto en la cultura de las armas como en la religión. Esto ha obligado a sacerdotes, rabinos y otras personas a enfrentarse a veces a la disyuntiva desoladora entre mantener la apertura o encerrarse, afirma.
«No es muy probable que se den tiroteos en las iglesias, pero hay mucho en juego. Equivocarse sería devastador”, afirma Yamane. “Casi todos los líderes religiosos con los que hablas, independientemente de su formación, se enfrentan a eso”.
En una encuesta a 1.000 pastores protestantes, realizada en 2019 por la unidad de investigación de la Convención Bautista del Sur, el 62% dijo que habían elaborado planes para responder a un pistolero activo. Casi la mitad dijo que ahora hay personas en sus congregaciones que están armadas para brindar seguridad cuando se reúnen para rezar.
Garantizar la seguridad en los lugares de culto suele centrarse en preocupaciones cotidianas como las emergencias médicas y la investigación de antecedentes de las personas que cuidan de los niños. Pero los incidentes violentos en lugares de culto, registrados por la organización sin ánimo de lucro Faith Based Security Network, se han multiplicado por más de 20 desde 1999, y en el 60% de los casos se han utilizado armas de fuego.
Aun así, para los líderes de algunos lugares de culto, la amenaza puede parecer remota.
Pero no es el caso de la iglesia de Hardaway. En un barrio salpicado por casas tapiadas, donde en las esquinas de las calles surgen altares hechos con veladoras y botellas de licor vacías para los jóvenes asesinados en robos y peleas, la violencia —mucha de ella cometida con armas de fuego— no es algo abstracto.
“¡Esta no es la respuesta!”, gritó la madre de Jaylan McWilson, de 24 años, durante una vigilia que Hardaway organizó para su hijo, asesinado a tiros cuando llegaba a su casa una noche de enero, a pocos pasos de la Iglesia Bautista de la Trinidad. “Dios me dio un hijo milagroso, y se fue en un abrir y cerrar de ojos”.
Hardaway, de 62 años, es hijo de otro barrio habitado en su mayoría por afrodescendientes en las cercanías de Búfalo. Recuerda que en la iglesia de su infancia el pastor tenía una pistola para protegerse.
Hardaway empezó a hacer lo mismo en 1989, dirigiendo congregaciones en el Bronx, California y otros lugares, donde la delincuencia local y las llamadas a todas horas para ejercer su ministerio en situaciones familiares a veces tensas lo volvieron receloso.
Una vez en que no estaba armado, “un tipo golpeó a su esposa en mi oficina y yo no pude hacer nada. Era demasiado grande para mí. Todo lo que pude hacer fue decir: ’¡Alto! ¡Alto!”, recuerda.
Fue contratado en 2015 para sustituir el pastor fundador de la Trinidad, a unos 3 kilómetros (2 millas) de las Cataratas del Niágara. Para entonces, dice, sus preocupaciones por la seguridad se habían desvanecido, convenciéndolo en gran medida de dejar sus armas en casa. Hasta esa terrible noche de junio.
Un joven, aquel miércoles por la noche, entró en una sesión de estudio de la Biblia en la Iglesia Episcopal Metodista Africana Emanuel de Charleston, Carolina del Sur, y mató a nueve personas. Entre las víctimas se encontraba el pastor principal, Clementa Pinckney. El autor de los disparos era un declarado supremacista blanco.
“Fue como: ‘ok, ¿y si esto nos sucede a nosotros?’”, relata Hardaway, cuyos feligreses, como los de Pinckney, son casi todos afrodescendientes, muchos ya adultos mayores. “Podríamos ser nosotros”.
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Una tensión de otro tipo atraviesa la iglesia de Cady. Pero también se siente profundamente.
Bien financiado y bien atendido, Asbury es un edificio neogótico emblemático en un barrio no muy alejado del centro de la ciudad, que comparte su calle con la mansión construida para el fundador de Kodak, George Eastman. Está a unos 5 kilómetros (3 millas) de los barrios más pobres del norte y el oeste, donde se producen la mayoría de los tiroteos de la ciudad.
A pesar de eso, la congregación está comprometida a atender los problemas que pasan más allá de sus fronteras. Ha transformado una casa de su propiedad, que está al lado, en un centro de atención comunitaria que ofrece ropa, duchas, servicios de lavandería y otro tipo de ayuda a las personas que la necesitan, además de servir miles de almuerzos al año.
Los domingos, Cady, de 44 años, aplica las enseñanzas cristianas a los problemas que preocupan a una congregación moderna. Por ejemplo, pide repetidamente que se ponga fin a lo que él ve como la adoración perversa de Estados Unidos por las armas. La alarmante regularidad con que suceden las masacres en lugares de encuentro comunitario no hace sino fortalecer su convicción de que las armas no tienen cabida en una iglesia.
“Como pueblo creyente, no nos adherimos a la Segunda Enmienda, sino al Segundo Mandamiento, que es ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’”, dice. “Y más armas no te ayudan a amar a tu prójimo”.
Durante años, los esfuerzos de Asbury por preservar la seguridad cuando se ejercen los cultos han estado enmarcados por los recuerdos de un incidente ocurrido a finales de la década de 1970, cuando un hombre que afirmaba llevar una bomba entró en el santuario durante un servicio religioso. La amenaza se disipó, en parte, accediendo a su petición de hablar.
En ese momento funcionó. Pero el retumbar de los tiroteos masivos y el continuo aumento de las muertes por armas de fuego en Estados Unidos —un 23% más entre 2019 y 2021, hasta alcanzar un récord en un solo año de 48.800 vidas perdidas, según los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades— han empujado a los líderes de la iglesia a revisar repetidamente su enfoque.
Poco después de que Cady fuera contratado en 2012, un hombre prendió fuego a su propia casa en un suburbio cercano y luego disparó contra los socorristas, matando a dos personas e hiriendo a otras dos. A poco más de una hora en coche, en la zona este de Búfalo, el año pasado un hombre armado entró en un supermercado con el objetivo de matar a personas afrodescendientes. Dejó 10 muertos.
Para los feligreses de Asbury, la creciente frecuencia de los tiroteos en espacios comunes ha sembrado una persistente sensación de que, tanto si rezan como si envían a sus hijos a la escuela, tienen que estar en alerta constante, dice Cady.
Tras las masacres en lugares de culto, el comité de seguridad de Asbury ha dialogado con la policía local, ha actualizado los planes de emergencia de la iglesia y ha trabajado para proteger las instalaciones. Pero han decidido no armar a los guardias ni a otras personas.
La proximidad de la violencia es suficientemente inquietante. En Rochester, 351 personas resultaron heridas en tiroteos el año pasado. De los 63 que murieron, el más cercano estaba a poco más de unos 1,6 kilómetros (1 milla) de Asbury. Llevar armas a la propia iglesia supone el riesgo de dañar el espíritu de empatía y reflexión que la congregación pretende fomentar, dice Cady.
”¿Se puede servir a Dios y a las armas? No creo que se pueda”, afirma. “Creo que hay que elegir”.
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En una pared situada justo enfrente del supermercado Tops, en Búfalo, un gigantesco mural representa 10 palomas que ascienden a los cielos, una por cada una de las víctimas de la masacre del año pasado.
“Las lágrimas son reales”, dice una inscripción.
Hardaway conoce bien ese lugar. Creció a unas manzanas de distancia, trabaja como profesor sustituto en una escuela cercana y de vez en cuando va de compras a esa tienda. La mañana después del tiroteo, manejó hasta el lugar y se ofreció a rezar con los dolientes.
Supo que el odio contra la población afrodescendiente cristalizado en el tiroteo se sintió como una amenaza, que se sumaba a la preocupación de que los traficantes o los consumidores de drogas del barrio que rodea su iglesia pudieran ver a su congregación como un objetivo de robo.
“El mundo ha cambiado. Hay cosas que no esperaríamos que ocurrieran en un lugar de culto y que están ocurriendo ahora”, afirma. “Y yo haría lo que tuviera que hacer para protegerme a mí mismo y a mis seres queridos, a los que me rodean”.
Al mes de la masacre en Búfalo, la Corte Suprema anuló una ley de Nueva York que ponía límites al derecho de portación de armas afuera del hogar. La legislatura del estado, de mayoría demócrata, respondió al ataque contra el supermercado y a la decisión de la corte aprobando varias medidas, entre ellas una que restringe las armas en lugares sensibles, como escuelas e iglesias.
Hardaway, demócrata desde hace mucho tiempo, había votado por Kathy Hochul, la gobernadora que firmó ese decreto. Pero se opuso a una ley que, en su opinión, lo dejaba vulnerable a él y a su congregación.
En su búsqueda de otros que pensaran igual dio con una organización judía ortodoxa del sur del estado que cree en la necesidad de tener armas en las sinagogas, y luego con un par de grupos que defienden el derecho a la tenencia de armas.
Hardaway y otro pastor se sumaron a los grupos para demandar el año pasado a los funcionarios encargados de administrar la ley. Otras dos demandas, una interpuesta por 26 pastores y el grupo conservador New Yorkers for Constitutional Freedoms y otra promovida por el New York State Jewish Gun Club y presentada por los integrantes de un par de sinagogas, también intentaron anular las restricciones.
Mientras un tribunal de apelaciones sopesaba la cuestión, los legisladores neoyorquinos votaron en mayo a favor de modificar la ley, permitiendo a los líderes de las congregaciones y a los encargados de la seguridad llevar armas. Pero los pastores y los grupos de defensa de los derechos de las armas siguen adelante con su demanda, señalando que la ley sigue sin permitir que los fieles de a pie vayan armados.
Las preocupaciones por la seguridad de los feligreses se incrementaron a finales de agosto, cuando tres jóvenes blancos, que los pastores no reconocieron, visitaron varias iglesias de la comunidad afrodescendiente en Búfalo durante el culto del domingo.
“Por favor, asegúrense de que su equipo de seguridad esté atento y vigilante”, escribió uno de los pastores en un mensaje de texto enviado a Hardaway y a otros que incluía una foto de los hombres.
Los líderes de la iglesia avisaron al Departamento de Policía de Búfalo, cuyos investigadores “no han encontrado pruebas de posibles delitos” que impliquen a los tres hombres, dijo el portavoz de la ciudad Mike DeGeorge.
La postura de Hardaway sobre las armas es apoyada por algunos feligreses que la consideran una desafortunada necesidad.
“En el mundo en el que estamos ahora, siempre hay que estar en guardia”, dice Tameka Felts, una administradora de la iglesia que también tiene licencia para portar armas. No lleva su pistola a la iglesia, pero le tranquiliza saber que el pastor va armado.
“Siempre tienes que preguntarte ‘¿quién es esa persona que está entrando al edificio?’”, dice. “No deberías de sentirte así cuando estás en la iglesia, pero así sucede”.
Eso puede ser difícil de conciliar con la sensación de paz que llena la Iglesia de la Trinidad este domingo. La luz de un cielo cristalino se cuela por los vitrales. Los feligreses, algunos con niños en el regazo, entonan cánticos.
Los domingos deberían ser reservados para alabar, afirma la esposa del pastor, Karen Anderson Hardaway, cuya voz se entremezcla con la de su esposo en las llamadas y respuestas del culto. La decisión de portar un arma oculta se mantiene.
Aun así, Anderson Hardaway dice que entiende que otros que buscan preservar el santuario estén en profundo desacuerdo. En un país en el que un día cualquiera mueren más de 130 personas por arma de fuego, ¿el derecho a practicar el culto en paz estará protegido de la violencia con o sin pistola?
“No hay una respuesta correcta”, dice.