Mira, tú eres un FLIP, y yo soy un chicano y no soy tu hermano, le respondí al hombre filipino, que luego supe que era Pete Velasco, y uno de los huelguistas originales de la histórica Huelga Delano Grape.
Era el 1970, y yo había estado trabajando con recogedores de lechuga que estaban en huelga en Center, Colorado. Seguía trabajando con la oficina de Servicios Legales Rurales de Colorado, y estaba en el proceso de renunciar para trabajar en la huelga a tiempo completo. Esta huelga, que fue liderada en gran medida por mujeres, se llamó “dicho y hecho”, y querían afiliarse al Sindicato de Trabajadores Agrícolas Unidos, que por entonces se llamaba Comité Organizador de los Trabajadores Agrícolas Unidos.
Por eso me enviaron a Delano, California para reunirme con César Chávez y convencerlo de que nos debería permitir unirnos a su sindicato. Había conocido a Cesar antes y tenía la flexibilidad para ir a Delano. Todo esto sucedió en julio de 1970, quizás el año más importante de mi vida, ahora que miro hacia atrás.
Recientemente había salido del armario de apellido español y me había convertido en un chicano a pleno derecho. Yo era un líder joven y agresivo defensor de mi comunidad. Para defender mi herencia cultural tuve que enfrentarme a todas las demás razas y grupos étnicos. Los únicos que podía ver como mi familia en ese momento eran los chicanos y no veía ningún vínculo con ningún otro grupo en esos primeros días de mi desarrollo. Tenía 20 años, estaba listo para la Revolución y estaba listo para dar mi vida por ella si era necesario.
Mi intención era trabajar y estar con otros chicanos y nada más. Evité otros grupos y pasé mi tiempo comiendo y bebiendo con otros chicanos, aprendiendo más sobre nuestra historia y planificando nuestro futuro. Me consideraba hermano solo de los otros chicanos.
Al llegar al entonces famoso “40 Acres”, la sede de la Unión de los Trabajadores Agrícolas, tuve que esperar largas horas para ver al famoso y ocupado Chávez. En aquellos días la sede era un hervidero de actividad: organizadores sindicales, voluntarios, camiones que traían donaciones, medios de comunicación y visitantes curiosos de todas las formas y tamaños. ¡Había electricidad en el aire!
Me propusieron que fuera al salón del sindicato y que comiera algo, y que César me vería por la tarde. Esperaba verlo esa mañana cuando llegué; pero la reunión no iba a suceder hasta más tarde ese día. Buscar algo de comer era una buena sugerencia, ya que tenía mucha hambre. No había desayunado.
Fui al comedor, que estaba lleno de organizadores, trabajadores y otros voluntarios. El maravilloso aroma de la comida, el chile verde y los frijoles entraron rápidamente en mi nariz y cerebro cuando ingresé a la habitación. Pronto recibí un plato con comida caliente, cocinada en una cocina muy concurrida, y por supuesto con unas buenas tortillas de harina.
Miré alrededor y todas las mesas estaban llenas. Buscaba un asiento en una mesa de chicanos.
Solo había una mesa con un asiento libre, pero estaba llena de miembros sindicales de todos los grupos étnicos. Más tarde me enteré de que había trabajadores árabes, filipinos, mexicanos y negros, junto con algunos simpatizantes anglosajones y judíos. Hubiera preferido una mesa solo con chicanos o mexicanos. Pero ahí estaba yo teniendo que sentarme en esta mesa con una multitud mixta.
¿Por qué César aceptaría a todas estas personas y cómo habría logrado que no chicanos se ofrecieran como voluntarios y trabajaran para el sindicato? Yo pensaba que debería ser solo para los mexicanos. Muchos de nosotros queríamos que fuera un líder exclusivamente chicano en lugar de solo un líder de todos los trabajadores agrícolas. No entendía por qué tenía que trabajar con todas las razas y grupos étnicos.
Me acababa de sentar en esta mesa ruidosa, con ganas de comer mi comida en silencio y sin mezclarme con sus grupos étnicos, mientras esperaba a César.
Entonces, el filipino que estaba al frente mío me habló: —“Hermano, por favor, pásame la sal”.
Tenía una cara regordeta, mirada amigable y una voz suave. Pero aun así me sentí agredido. Lo miré con disgusto y le respondí: —no soy tu hermano!
—Si estás aquí y quieres ayudar a los trabajadores agrícolas eres mi hermano, —dijo el filipino.
—¡Yo no soy tu hermano… soy chicano!
—¿Y quieres ayudar a los trabajadores? —Preguntó.
—Sí, por supuesto que lo quiero hacer. Pero eso no me hace tu hermano. Dije esto en voz alta, buscando sacarlo de casillas.
—Hermano, por favor, pasa la sal, —insistió.
—No soy tu hermano, y si quieres la sal, pues, ven a conseguirla.
Nuestra mesa se había quedado en silencio mientras el diálogo continuaba y nadie se ofreció a pasarle la sal al filipino. Fue como ver a Mohamed Ali y Frazier boxear. Quién superaría a quién. Yo era chicano y sabía que seguramente ganaría esta escaramuza con un trabajador agrícola filipino mayor.
Para señalar una nota histórica, los filipinos fueron los primeros que se declararon en huelga en 1966, en Delano, California, bajo el liderazgo de Larry Itliong. Más tarde, el grupo de trabajadores latinos de César se unió a su huelga.
Hoy me estaba enfrentando a uno de esos originales huelguistas filipinos. Pero entonces yo no conocía la historia de la huelga. Pensé que los mexicanos habían ido primero a la huelga y que algunos filipinos se les habían unido después. Solo más tarde supe la verdad.
Pero en ese momento yo solo quería comer en paz, y no quería que un viejo filipino entrometido me molestara. (Continuará)