Las Animas, Colorado, 1969 – Esta es parte de la historia de la familia Ávila; el padre, Marcos Trinidad Ávila, la madre, Carmen Montes Ávila, quienes inmigraron a los Estados Unidos; donde nacieron sus 12 hijos. El autor de estas líneas es el primer varón y sexto hijo del Clan Ávila. El recuento trata sobre un hermano llamado Mano, que dio su permiso para que esta historia se pudiera contar.
Crecer en la pobreza en una familia numerosa no siempre es fácil. Los cumpleaños y las fiestas como la Navidad son épocas difíciles para los niños, sobre todo cuando esperan regalos que nunca parecen materializarse. Nunca recibimos el tipo de obsequios que escuchamos que recibían otros niños. Aun así, recibimos mucho amor, frijoles refritos, tortillas caseras, arroz y tamales, y los sabrosos chiles verdes y rojos. Para una familia pobre de catorce personas, todas estas cosas significaban mucho.
La Navidad era un momento especialmente difícil, ya que nuestros padres a menudo sólo podían darnos algo de ropa muy necesaria, y un calcetín lleno de caramelos duros, nueces y tal vez una naranja o una manzana. Conseguir la fruta era algo especial, dado que la fruta fresca era muy cara. De vez en cuando recibíamos un juguete, no juguetes, solo uno, uno, un solo juguete y siempre que sucedía, nos hacía muy feliz.
En muchas ocasiones, esperábamos hasta que terminaran las clases para salir a las vacaciones y luego nos regalaban el árbol de Navidad de la Escuela Primaria Memorial. Los árboles de segunda mano de la escuela a menudo eran demasiado altos para nuestra casa y teníamos que acortarlos para que se ajustaran a nuestra salita. Pero del lado positivo, siempre quedaba un poco de oropel sobre ellos y esto era bueno, porque el oropel era caro. Posteriormente decorábamos el árbol con nuestro viejo juego de luces, siempre con algunas bombillas rotas o apagadas; pero las buenas titilaban, brillaban y lanzaban maravillosas burbujas de colores durante toda la noche. Añadíamos nuestras propias decoraciones humildes hechas de papel, palomitas de hojas de maíz y arándanos atados con cuerdas. Más tarde por la noche, apagábamos todas las luces y apreciábamos nuestro pedacito de cielo. El simple placer de sentarse y disfrutar, mirando las luces y escuchando villancicos en la radio era un gran y valioso tesoro.
Cuando era niño, siempre me preguntaba por qué Santa no nos entregaba regalos como lo hacía con los niños anglosajones acomodados. Pensé que tal vez tenía miedo de venir al barrio, o tal vez simplemente no le gustaban los mexicanos y la gente pobre. Mi amigo “Wesos” (sonaba así, como “huesos”), un pobre niño blanco, nunca parecía tener mucho más que nosotros, así que pensé que tal vez Santa simplemente se olvidaba de todos nosotros, los pobres. Al menos teníamos las tortillas y los tamales caseros, que Wesos apreciaba tanto como nosotros. Tal vez, razoné alguna vez, el problema con Wesos era que andaba con mexicanos, en lugar de con los de su propia clase, y por eso Santa no le hacía caso.
Cuando era niño, teníamos un problema con la Navidad: cuando volvíamos a la escuela después de las vacaciones, los niños tenían que participar en un espectáculo y contar todo a los demás. Se esperaba que los estudiantes hablaran sobre cómo pasaron la Navidad y luego mostrarán algunos de sus juguetes. Un año, cuando llegó mi turno, no tenía nada que ofrecer. Ese había sido un año difícil y mis padres no pudieron comprarnos casi nada para Navidad. Cuando era niño, no sabía cómo explicarles a mis compañeros todas las cosas maravillosas que recibíamos que no eran juguetes nuevos: cosas como el amor en nuestra casa, y el maravilloso canto en la misa de Navidad de ese año. No sabía cómo expresar todas estas cosas y, como había sido una Navidad sin muchos regalos comprados en la tienda, hice lo que haría cualquier niño que se precie: mentí.
Sí, dije una gran mentira. Más gorda de lo que jamás había hecho. Me paré frente a esa clase, saqué mi pecho y describí juguetes que eran solo sueños en mi cabeza y nada que mis padres pudieran pagar. Pero luego vino el desafío. “Leonard” –así me llamaban entonces, porque no sabían pronunciar ‘Magdaleno’–, “Leonard, la semana que viene traes tus regalos para que todos los podamos ver”, pidió la maestra. «Pero, pero…» protesté. «No hay pero que valga, solo tráelos a clase y compártelos con todos, ¿vale?». Derrotado, le respondí en un susurro: «Está bien».
Ahora, ¿qué podía hacer un niño? Para mí, ya era bastante malo ser pobre, pero a estas alturas, había mentido, y pronto perdería toda la cara ante el resto de la clase. Decidí que llevaría algunos de los juguetes que había mencionado, sin importar lo que tuviera que hacer, e hice un plan de dónde conseguirlos. Por aquellas épocas las tiendas tenían poca seguridad, y me las arreglé para robar algunos de los juguetes; otros los tomé de los patios de niños más ricos. Los niños, por ser niños, dejaban sus juguetes en los patios. Cogí algunos de esos juguetes después del anochecer y, más tarde, devolví la mayoría de ellos después de haberlos mostrado a mi clase. ¡Todavía culpo a la maestra y a la escuela por haberme hecho mentir y luego robar ese año!
Esta historia continuara…
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