En 1967 obtuve un trabajo como director de un Centro de Atención Preescolar diurna, con un innovador programa para migrantes administrado por el Consejo para Inmigrantes del Colorado, en una pequeña comunidad agrícola cerca de la frontera con Kansas, llamada Grenada.
La vivienda para trabajadores inmigrantes se construyó al sur de la ciudad, en la cima de una colina que tenía una historia con la comunidad japonesa. Este fue uno de los lugares donde concentraron a los prisioneros japoneses durante la Segunda Guerra Mundial.
Inmediatamente mi mente y mi corazón se remontaron a 1964, cuando era estudiante de primer año en el Palomar College, en California, donde encontré una puerta abierta a una amistad con Fred Morasaki. Fred era japonés; era un tipo tímido y humilde, buen jugador de béisbol, que trabajaba en el Teatro Vista Drive Inn. Este teatro, ubicado entre Vista y Oceanside, se había convertido en un lugar de reunión de fin de semana para estudiantes de secundaria, universitarios y jóvenes marines de la cercana base de “Camp Pendleton”. Cuando había una buena película familiar, se llenaba de autos de padres con sus niños.
Fred me ofreció recomendarme para un puesto que estaba disponible en el teatro. Yo estaba arruinado, necesitaba trabajo y obtener ese puesto sería una salvación.
A menudo, antes de ir a trabajar los fines de semana, pasábamos por la casa de Fred, en la granja familiar. Esta pausa era muy interesante para mí, sobre todo por la buena comida japonesa que llenaba mi vacío estómago mexicano. Más tarde descubriría que esta comida se llamaba sushi y que si se preparaba como la hacía Fred, sería el plato de un restaurante muy caro.
Habiendo sido un trabajador agrícola, le dije a Fred cuánto admiraba su granja. Me miró con la cara muy seria y me contó la saga de su encarcelamiento con su familia, junto con otros miles de japoneses, y sobre la pérdida de su granja anterior, que era mucho más grande y mejor montada. Y dijo que nunca habían sido indemnizados por sus pérdidas. Me contó todos los dolorosos detalles de tener que vivir en un campo de concentración, tratados como enemigos de un país al que amaban.
No obstante, Fred, como muchos otros jóvenes japoneses, años después se había unido a la Guardia Nacional para demostrar su amor por los EE. UU., y también para ganar un poco de dinero.
En 1964 hubo lo que se describió como “disturbios raciales” en Los Ángeles, aunque luego veríamos que, en realidad, fue una ola de represión armada y violenta contra los negros, en que muchos fueron golpeados, baleados, arrestados y asesinados. Esto sucedió a solo 90 millas por la autopista 5 desde Vista. Los jóvenes republicanos y los “John Birchers” (blancos radicales de derecha) de mi universidad, corrían por ahí diciendo que los negros eran comunistas y merecían morir. Durante los disturbios se inició un bloqueo del tráfico, y la violenta reacción de la policía resultó en 34 muertos, 1.032 heridos y el despliegue de 4.000 soldados de la Guardia Nacional.
Vi a Fred la noche en que comenzaron los disturbios y me dijo que habían llamado a la Guardia Nacional a Los Ángeles. Le pedí que tuviera cuidado. No quería perder a mi buen amigo.
Yo seguía las noticias de cerca mientras veía desdoblarse esta tremenda tragedia humana. Unas dos semanas después, Fred reapareció, y de camino hacia el trabajo en el teatro, le pregunté:
–Fred, ¿a cuántos hombres negros le disparaste en estos días?, temiendo mucho lo que escucharía de respuesta.
–A ninguno, –me respondió él.
–¿Cooooomo?, ¿cómo que a ninguno?
Fred redujo la velocidad del coche, lo puso a un lado de la carretera y lo aparcó.
–Len –cómo me conocían en ese momento–, déjame contarte. Nos reunieron a todos los chicos japoneses en un solo batallón, con algunos oficiales entre nosotros, y nos dieron órdenes de ir a cierto sector en el centro-sur de Los Ángeles. Este era un importante barrio negro y el corazón de los disturbios. Nos dieron armas y municiones y nos enviaron con la instrucción de doblegar a los negros a cualquier costo.
Marchamos hacia ese vecindario, y lo que encontramos al llegar fue un centro comunitario atiborrado de jovencitos negros. Las escuelas estaban cerradas y los jóvenes habían recibido la instrucción de no estar en las calles y de concentrarse en ese lugar. Cuando llegamos, todo ruido se detuvo, y los jóvenes nos miraron, asombrados de vernos allí. Entonces, uno de nosotros recibió la instrucción de reunir todas nuestras armas y asegurarlas sobre unos bancos. Luego nos presentamos a los jóvenes y les dijimos que estábamos allí para jugar al billar, damas, pinball, tenis de mesa y otros juegos. Muy pronto los chicos nos estaban retando en todos los juegos y nosotros nos sentíamos como en nuestra propia casa. Teníamos un poco de dinero, y mandamos a comprar algunos bocadillos y snacks para todos los muchachos.
Al anochecer, nos fuimos de regreso al comando central, y allí fuimos elogiados por haber calmado tan rápidamente el vecindario que nos habían asignado. Y esto se repitió cada uno de los días que estuvimos allí.
–Mira Len, la verdad, no fueron los negros los que encerraron a nuestras familias en esos campos de concentración, y no teníamos motivo para dispararle a ninguna persona negra.
A decir verdad, me emocioné, escuchando su relato, y casi me puse a llorar, impresionado por la sabiduría y la conducta de Fred y estos chicos japoneses. Sentí el impulso de abrazarlo con toda mi fuerza, pero eran otros tiempos y una respuesta emocional así no sería comprendida.
Pasaron tres años, y ahí estaba yo, enseñando en Grenada, en el mismo sitio del “Campamento Amache”, uno de los campos de concentración de japoneses.
Poco después, busqué y encontré estos datos: Inauguración, 24 de agosto de 1942. Cerrado, 15 de octubre de 1945. Población máxima, 7.318.
Me sorprendí al descubrí esto; por increíble que pareciera, no querían a los japoneses ni a los trabajadores agrícolas inmigrantes en el área de la ciudad. Allí había también un pequeño cementerio con las tumbas de los que habían muerto mientras estaban prisioneros. Yo alquilé una casa allí en la colina, a mitad de camino entre los trabajadores agrícolas y los espíritus de los muertos japoneses. Fue un momento en el que tuve que lidiar con muchas emociones en conflicto, a causa del racismo en los Estados Unidos.
Si vives lo suficiente y escuchas el silencio con atención, es posible que descubras y aprendas algo. Y luego, tienes la responsabilidad de preguntarte qué debes hacer para cambiar las cosas.