En el lejano 1983, estudiaba en la Universidad en Colombia, y de manera bastante milagrosa obtuve una visa para venir a estudiar inglés intensivo durante el verano en una universidad en Washington D.C. En los años setenta y ochenta, los estudiantes latinoamericanos recibíamos de los grupos de izquierda mucho adoctrinamiento negativo hacia este país; yo no era la excepción, por lo que llegué prevenido.
Sin embargo, varias experiencias me fueron desmontando rápidamente los muchos prejuicios que traía. El primer hecho inesperado me sucedió al llegar al aeropuerto. Tal como me habían indicado, buscaba cómo llegar a la línea del recién inaugurado metro de Washington, para ir del National Airport hasta Dupont Circle, el lugar de mi escuela.
Al tomar un pasadizo, un joven negro y de aspecto amable caminaba a mi lado. Yo me animé a preguntarle, en mi limitadísimo inglés, cómo llegar a la estación de metro. Me dio una amplia explicación y luego me preguntó: “Did you understand?”. Yo le respondí: “mmm, a bit”. Entonces, sé rio divertido y me dijo: “¡Tú no entendió nara! ¡Ven, yo lleva universidad!”. Así, de la nada, el primer desconocido que me topé me hizo la merced de dejarme frente a mi escuela, mientras iba de camino a su casa.
El viernes siguiente, yo debía ir a Nueva York a cobrar el dinero para mis estudios, y hablé con mi prima Ahida Victoria para que me hospedara una noche. La tarde del día siguiente, tomé un bus de Greyhound de regreso a Washington. En la primera silla, del lado derecho, se hallaba una robusta y elegante dama negra sentada junto a la ventana. Yo, teniendo cuidado de no incomodar, me senté a su lado, pues quería disfrutar del panorama de esas grandes autopistas que me impresionaban.
Saliendo de Nueva York, observé dos enormes chimeneas en forma de campana, y ante la curiosidad de saber si se trataba de una instalación nuclear, me atreví a preguntarle a aquella dama sobre esas construcciones. Me regaló una amable sonrisa y una buena explicación, seguida del temible: “Did you understand?”, al que respondí: “Mmm, a little”. Entonces y para mi grata sorpresa, ella sacó de su bolso una libreta y empezó a escribir para facilitar mi comprensión.
Al momento empecé a hacer yo lo mismo, por lo que, entre palabras van y escritos vienen, al llegar al D.C. ya éramos casi “viejos amigos”. Al hablarle de mis aficiones, le conté que yo jugaba baloncesto en mi colegio; entonces, se le iluminaron los ojos y me contó que el segundo de sus hijos jugaba para la Universidad de Carolina del Norte, su estado natal, y sin más preámbulos, me escribió su dirección y me invitó a visitarla cuando quisiera, para presentarme a su hijo.
Dos sábados después, armado de poco inglés y mucho valor, emprendí el largo paseo en metro y bus para llegar a New Carrolton, Maryland, donde residía. Mrs. Bailey me acogió como a un viejo amigo, presentándome a sus dos hijas y a su hijo menor. Antes del anochecer, llegó a casa su segundo hijo, el altísimo Thurl, el basquetbolista que semanas después sería fichado en el draft de la NBA por el Utah Jazz, y que se haría famoso con el sobrenombre de “Big-T Bailey”. Thurl me trató con la misma calidez de su madre, y tras solo saludarnos, me invitó a dar un paseo en su poderoso Toyota deportivo rojo recién adquirido.
Muchos otros fines de semana de ese verano los pasé visitando a mi amiga Mrs. Bailey; así supe que era una enfermera jubilada, una mujer emprendedora, independiente, de mucho carácter y enorme corazón. Ella, con los años, me llegó a tomar tal estima que hablaba de mí como “her child from overseas”.
Vivir con Mrs. Bailey
Al terminar el verano, volví a mi país y, al año siguiente, en 1984, la explosión de un volcán en Colombia causó que una entera población, Armero, de 22.000 habitantes, fuera sepultada. Mrs. Bailey se alarmó tanto por mí que intentó buscarme, y no estuvo tranquila hasta que la Cruz Roja Internacional le informó que mi ciudad quedaba muy lejos del lugar de la tragedia.
Cuando tres años después volví a EE. UU. para proseguir mis estudios de inglés, Mrs. Bailey muy generosamente me ofreció un cuarto en su casa, pues sus hijos ya estudiaban afuera y solo le quedaba el menor. Esto me facilitó poder acompañarla muchas veces a hacer compras o a visitar sus amistades, momentos en los cuales me contaba historias muy increíbles y de primera mano de la lucha de los negros por los derechos civiles, de las cuales había sido testigo y participante directa, ahí en la capital de la nación y en su natal Carolina del Norte.
Después, pasé unos 12 años sin volver a EE. UU.; pero cuando volví, lo hice acompañado de mi madre y un hermano, obviamente, parte importante del paseo incluía llevarlos a conocer a Mrs. Bailey (“la mítica Mrs. Bailey”, como la llamó mi hermano). Mi vieja amiga RethaMae nos recibió con su eterna calidez, acogiendo a mi madre con gran alegría.
Desconectado
Por varios años estuvimos en contacto, hasta que llamando a su teléfono me empezó a salir el mensaje de “desconectado”; yo, en un viaje, había perdido mi libreta de direcciones y no podía escribirle. Años después volví a Washington, determinado a visitar su antigua casa, pero el día elegido la estación de metro estaba cerrada por trabajos, y me dio la noche sin haber podido llegar al lugar, por lo que regresé, muy frustrado, a Filadelfia, donde mi hermano me hospedaba.
Otros años pasaron y, en 2016, escuché en las noticias que el presidente Barack Obama había decidido invitar a Washington a Thurl Bailey y su antiguo equipo, los Wolfpack de Carolina del Norte, quienes, tras una heroica campaña, habían ganado en 1983 el campeonato de la NCAA y, aunque el entonces presidente Ronald Reagan había recibido a dos de sus jugadores, el equipo entero nunca fue invitado a la Casa blanca, como era costumbre hacer con el campeón. De alguna manera, el presidente Obama fue informado del hecho y decidió resanar una vieja injusticia.
Entonces, decidí aprovechar el momento y, tras escribir mensajes a varios lugares, logré reconectar a mi viejo amigo “Big-T”, quien, aparte de alegrarse por volver a escuchar de mí, me comunicó también la noticia que de algún modo temía: “Viejo amigo ―me escribió―, lamento contarte que ‘my beloved mother Retha’, voló al cielo justo el día de las madres hace dos años”. Una pequeña oración espontánea me brotó del pecho para agradecer a Dios por la vida de mi entrañable amiga; esa espléndida mujer negra, que, habiéndome conocido en un asiento de autobús, me llegó a tratar no solo como a un amigo, sino como a un verdadero hijo adoptivo