En algunas estaciones de metro de Nueva York, una bailarina muy especial ahuyenta el miedo a la muerte: todos los días, al ritmo de música latina, Julio César Díaz da vida a la muerta Lupita, una Catrina mexicana con la que se funde en un atrevido baile que acapara las miradas curiosas de los transeúntes.
«No he visto nunca a nadie que se ría viendo la muerte, pero aquí sí se ríen al verla bailar», comenta el artista, originario de Colombia, que en esta ocasión se ha desplazado junto al esqueleto hasta Grand Central, la estación de tren más icónica de la Gran Manzana e imán de viajeros y turistas.
Mientras suenan canciones de músicos como Johnny Pacheco o Alfredo Gutiérrez, el artista da vida a la muñeca y la desliza por la estación de una forma tan orgánica que parece real, envolviéndola entre sus brazos y moviendo su mandíbula y su cuerpo.
Entre la multitud que corre apurada de un lado a otro, muchos viajeros se detienen a observar con curiosidad cómo Julio hace girar a Lupita: unos miran la escena sorprendidos; otros se ríen y graban con sus celulares, e incluso alguno se anima a bailar junto a los protagonistas del espectáculo.
«Mi arte le gusta a todo el mundo, normalmente tengo mucho público. Puede venir a verme un niño de tres años o un abuelo de cien», asegura.
Algunos días su éxito le ha hecho ganar hasta 1000 dólares al día, pero lo habitual es que logre recaudar 100 dólares por día.
50 años conviviendo con «la muerte»
Julio es colombiano, pero el concepto de la Catrina -un esqueleto vivo creado por el ilustrador José Guadalupe Posada y bautizado así por el muralista Diego Rivera-, lo atrapó hace 50 años, cuando, tras haberse separado de su mujer, un amigo le pidió que hiciera una muñeca para quemarla.
Finalmente, no la quemó: bailó con ella y, desde aquel día, convive con Lupita, a la que bautizó así por la canción «Qué le pasa a Lupita», del cantante cubano Dámaso Pérez Prado.
«Ella muere todas las noches conmigo, y resucita cuando me levanto, la arreglo y la peino», cuenta.
Hace 30 años, hombre y muñeca se mudaron a Nueva York, y empezaron a bailar en estaciones emblemáticas de la ciudad como Times Square o Penn Station, bajo el amparo de la asociación «Música New York», a la que aún hoy pertenece.
En 2007, Julio volvió a Colombia, sin billete de vuelta, pero la vida le trajo a la Gran Manzana otra vez en 2021, después de haber perdido su casa en Bogotá: esta vez, entró a la ciudad a través de México y se entregó a las autoridades de inmigración, «porque conseguir una visa es muy costoso».
Por ello, ahora el artista no dispone de papeles ni de seguro médico: «Estoy enfermo, pero no puedo pagar un médico. Sólo pido que alguien me oriente, que me diga qué puedo hacer para recibir atención sanitaria», explica, desesperado.
Además, depende de un permiso limitado para poder bailar en las estaciones de Nueva York: puede trabajar cuatro días a la semana, durante tres horas diarias, pero asegura que sólo vive de esto y que necesita pagar el alquiler, por lo que rebasar las horas permitidas, lo que le ha costado varias multas.
Un legado que perdurará en el tiempo
A pesar de las adversidades, Lupita y Julio son inseparables, y ella le ha enseñado que la muerte forma parte de la vida y que no discrimina por sexo, raza o clase social: «No hay que tenerle miedo, porque al fin y al cabo, todos vamos a llegar ahí. Aquí no hay nacionalidades, no hay ricos ni pobres, todos ganamos el precio de la muerte», filosofa Julio en una especie de mantra vital.
El 11S, el día que Al-Qaeda impactó dos aviones contra las torres gemelas, Julio y Lupita iban a bordo de un tren, y el colombiano consiguió acercarse hasta el lugar para ver qué había pasado: vio cómo todo se había derrumbado y salió corriendo, una imagen que le quedó grabada para siempre.
«Por esto, la muñeca tiene tanto valor. Con el atentado se habló mucho de la muerte, igual que con la pandemia. Pero no hay que tenerle miedo. Uno viene a este mundo a dejar una huella. Yo sé que la imagen de mi muñeca va a quedar para siempre en el público», expresa con voz sobrecogida.