En Estados Unidos hay más o menos 3,5 millones de profesionales ejerciendo el magisterio. El 79% de ellos son blancos y el 76 % del total son mujeres. Y así ha sido durante las últimas dos décadas, aun después de los esfuerzos realizados por promover la importancia de la diversidad racial en el seno de las instituciones dedicadas a la educación.
«No debemos descansar hasta que logremos reclutar un grupo más diverso de individuos que funjan de modelo a los niños de piel oscura en nuestras escuelas», dijo Latrina Johnson, asistente del Director de Instrucción en la escuela secundaria RePublic, de Nashville, TN. Y agregó: «Los educadores caucásicos, o de una vez por todas se ajustan, o deberían abandonar el campo. Ya no quedan otras opciones, hay que cambiarse a sí mismo o cambiar a quienes servimos».
Aunque suenen duras las palabras de esta educadora, lo cierto es que expresan con claridad el sentimiento de cansancio que experimentan muchos docentes negros, que han visto al sistema andarse por las ramas por demasiado tiempo.
En una entrevista, Johnsonclama por una nueva manera de abordar el tema de la equidad y la justicia social en el ámbito de la educación. Los tiempos demandan que nuestros aliados dejen de ser agentes pasivos para convertirse en voces activas, dispuestas a combatir los prejuicios, a cuestionar sus propias posturas. De forma tal que su aporte contribuya significativamente a la liberación de las comunidades morenas que luchan por la igualdad, comentó para la revista The74million.org.
Lograrlo va a requerir una revisión de las intenciones, porque, como dijo la autora Ta-Nehisi Coates en “In Between the World and Me”, el peligro de solo tener muy buenas intenciones es que, a través de la historia, estas actúan como una píldora de dormir que perpetúa la misma pesadilla. Un nuevo sueño demandaría de los aliados, además de intenciones, cambios radicales que produzcan una educación de primera clase para los niños de piel oscura.
Uno de los primeros pasos es que los docentes se miren al espejo, procurando revisar las prácticas racistas, de las cuales (queriéndolo o no) han sido cómplices. Para desarticular dichas prácticas, Latrina les propone las siguientes preguntas:
¿Buscas con regularidad la compañía de colegas de otras etnicidades, a fin de llegar a conocerlos personalmente?
¿Percibes a los padres negros y latinos como «difíciles»?
¿Hablas por aquellos que no tienen voz y/o les das la luz y la tarima para que expresen sus ideas y sentimientos?
¿Te haces a un lado cuando te sientes abrumando o te mantienes en la pelea?
¿Cómo adaptas las enseñanzas y enfocas los textos para presentar la historia desde una perspectiva distinta a la eurocéntrica?
¿De cuál lado te pones cuando ocurren agresiones hacia tus compañeros negros?
¿Les ayudas o les dejas solos?
No basta con que se pongan fotos de personajes históricos de diversas etnicidades, negra, india o latina. A eso hay que sumarle un análisis diferente, basado en el reconocimiento del aporte de otras etnias y una reexaminación de los materiales académicos.
En resumen, para llamarse una verdadera aliada(o), la maestra habrá de mirar hacia dentro con el mismo sentido crítico que juzga lo exterior. Si no existe un deseo sincero de auto interrogarse, de ver hasta qué punto el privilegio la ha hecho cómplice, entonces la liberación prometida no llegará a través de una masa de educadores incapaz de reflejar al estudiantado para el cual trabaja.
La madera que se requiere para la realización de este nuevo paradigma, demanda maratonistas con mucha capacidad de introspección. De eso estarían hechas las aliadas de verdad.