La semana pasada, durante la celebración del Día de Acción de Gracias, en una reunión de trabajo discutimos el tema de dar gracias. Reflexionamos sobre aquello por lo que deberíamos sentirnos agradecidos. Muchos de nosotros, además de expresar gratitud por nuestras familias, dimos gracias por vivir en una ciudad donde se respetan los derechos de los inmigrantes y donde nuestras hijas todavía pueden disfrutar de sus derechos como mujeres.
Sin embargo, seguimos asombrados por lo ocurrido el pasado 5 de noviembre. Como cualquier filósofo moderno, le pregunté a mi celular: “Hey, Google, ¿cuál es el significado esencial de la Constitución de los Estados Unidos?”. La respuesta fue: “La Constitución de los Estados Unidos es la ley fundamental del país, establece la estructura del Gobierno, define los derechos de los ciudadanos y limita el poder del Gobierno”.
Solo quería confirmar lo que este país supuestamente representa. Pero, en lugar de obtener claridad, terminé más confundido que nunca.
Mis padres emigraron de Colombia a Puerto Rico en los años 60. Mi padre, un liberal apasionado, creía con devoción en las libertades individuales, las reformas progresistas y las oportunidades económicas. Me decía: “Si trabajas duro en este país, puedes obtener una educación y construir una vida mejor”. Por eso abrazó los valores liberales, y yo también.
A principios de los años 2000, cuando trabajaba en ventas publicitarias para Telemundo y Univision, la televisión siempre estaba encendida en casa. Dos programas destacan en mi memoria: The Apprentice y Emeril Live. Mi hijo menor hacía su mejor imitación de Trump, caminando por la casa y despidiendo a todos: “You’re fired!”. Nadie se salvaba: ni sus hermanitas, ni los peluches, ni siquiera Carlos Santana, nuestro perro. Mientras tanto, mi hijo mayor, inspirado por Emeril Lagasse, un gran chef del Food Channel, iba por la casa gritando: “¡Bam!”. Incluso me pidió que lo grabara para un proyecto escolar donde lanzaba pimienta sobre carne para unas empanadas que estábamos cocinando.
Los programas de reality show no solo moldearon la cultura popular, también dejaron huella en nuestras familias. Tal vez, más allá de entretenernos, nos reprogramaron un poco. En mi caso, uno de mis hijos se convirtió en un emprendedor seguro de sí mismo, y maneja su propio negocio. El otro canalizó su carisma hacia el trabajo comunitario. No puedo evitar pensar que ese tipo de televisión tuvo algo de influencia.
Sin embargo, programas como The Apprentice nos enseñaron sutilmente que la arrogancia era aceptable y asociaron el éxito con la riqueza y el poder. Normalizaron estereotipos dañinos, promovieron una visión materialista del mundo y relegaron conceptos como la paz, la bondad y la empatía a un pasado remoto.
Por eso doy gracias por vivir en Filadelfia, donde se escribió la Constitución, una ciudad donde aún tenemos la libertad de luchar por la equidad, la dignidad y las oportunidades para todos. Aquí podemos defender los principios fundamentales de la Constitución: garantizar los derechos individuales y limitar los excesos del Gobierno.