No hace mucho, en un evento auspiciado por el Taller Puertorriqueño, el corazón cultural del barrio, le pregunté a mi madre: “Mami, que nos habría ocurrido si no hubiéramos encontrado este lugar” (refiriéndome al Taller). Ella sonrió, irónica, y en su fuerte acento español respondió, “No tengo idea, mija”. Para nosotros, la respuesta a esa pregunta era incomprensible.
Yo tenía seis años cuando mi padre, Johnny Irizarry, cambió sus pinceles y sus herramientas de esculpir madera, por un maletín, un título de director ejecutivo y un salario anual de $30,000.
Era el año 1986; nos habíamos mudado a Filadelfia cinco años antes, igual que miles de otras familias puertorriqueñas lo habían hecho en ese tiempo. No estoy segura de haber comprendido totalmente el costo emocional, espiritual, físico y económico para mis padres con esa emigración a Filadelfia o lo que representó para mi padre el decidirse por ser líder en una agencia no lucrativa en vez de dedicarse a producir arte.
En total, mi padre sirvió por doce años como director ejecutivo de Taller y otras tres décadas como líder en organizaciones dedicadas a la capacitación comunitaria.
El sector de organizaciones no lucrativas de Filadelfia le proveyó a mi familia un santuario, un propósito y la oportunidad de sacar de la pobreza a nuestra familia. Ese mismo sector contribuyó a nuestra lucha con problemas de salud física y mental.
Hace unas semanas murió un prominente líder del sistema de organizaciones no lucrativas. Su muerte me recordó, como muchas otras, que dicho sector es una muestra de todas las maneras en que el racismo, el sexismo, la homofobia, el prejuicio contra la gente discapacitada y la pobreza se intersecan para abatir a un líder negro en una agencia no lucrativa.
Nuestro ecosistema de organizaciones no lucrativas es una constelación de agencias con presupuestos que varían entre los $10,000 hasta las multibillonarias. Dependiendo del lugar que ocupe un líder dentro de dicho ecosistema, el tipo de trabajo que ellos desempeñen, y el apoyo – emocional, profesional y financiero- que reciban, pueden impactar a largo plazo y profundamente su salud y bienestar.
A diario, yo trabajo para impugnar políticas y prácticas dañinas en este sector, y al mismo tiempo que aprecio la oportunidad, me veo forzada a admitir serias contradicciones. Yo valoro mi trabajo y su impacto en nuestra ciudad con el entendimiento claro de que dicho trabajo ha resultado en problemas físicos y mentales para mí, mi familia y muchos otros en nuestra región.
Mi colega Kelly Woodland escribió recientemente, “La necesidad de un cambio estructural es sumamente importante para tener una comunidad de trabajo no lucrativo capaz de resolver los problemas más apremiantes de nuestra ciudad. Menos que eso significa que todos nuestros sacrificios habrán sido en vano”.
Sus palabras son un llamado a la acción y un recordatorio. Nos pide, a aquéllos que nos ganamos la vida en el sector de las organizaciones no lucrativas, a reexaminar el porqué y el cómo alcanzar justicia racial y económica. Debemos preguntarnos: ¿por qué aun continuamos con las mismas conversaciones que nuestros padres sostuvieron 30 años atrás? Debemos aprender a sentirnos incómodos y a contender con los riesgos, que es lo que estamos dispuestos a tomar, para asegurarnos de que un sector dedicado a hacer el bien no lo haga a expensas de otros.
Finalmente, añoro la vida que mis padres pudieron haber tenido de no haber existido la pobreza, y reflexiono profundamente en las maneras en que pude haber causado daño por ganarme la vida en organizaciones sin fines de lucro.
Honro y reflexiono en la memoria de muchos líderes que han sido condicionados y forzados a contender con un sistema que nos ha convencido a aceptar la idea de que para hacer buen trabajo debemos sacrificarnos. No lo hacemos, y depende de nosotros demostrarlo.