Seguimos en cuarentena. Las alarmas sociales siguen sonando como campanarios en semana santa. Pastores arrestados por violar las restricciones de distanciamiento. El número de desempleados se ha disparado por sobre los seis millones. Anuncian que podrían morir entre 200 mil a 240 mil estadounidenses a causa del Covid-19. Hay quienes afirman que esa cifra es conservadora.
El distanciamiento social y el cierre de comercios no esenciales comienzan a rebelar el duro golpe que esta pandemia le ha ocasionado a la economía estadounidense. La bolsa de valores se tambalea, tiene fiebre, la cabeza le duele y si no le ponen un ventilador de oxígeno económico pronto, hasta tendrá diarreas. Si así está la bolsa de valores, imagínese como están los pequeños negociantes y sus pequeñas empresas: en intensivo y con lentos latidos de sobrevivencia. Más que el flagelo de esta pandemia, nos afecta más la pandemia de ansiedad, depresión y angustias que tanta incertidumbre produce en el corazón humano. Por eso dile no al tóxico aterrador de la noticia, al caos que quiere invadir tus pensamientos. Mira hacia dentro de tu ser, allí te espera el tesoro de la fe. Esa fe no es para garantizar un rincón sagrado en el cielo y mucho menos para pretender que somos intocables ante catástrofes como esta. Tampoco es esa fe para desconectarse del mundo y pretender que todo está bien. No se trata de esa fe que lanza culpas y busca chivos expiatorios. No se trata de nuestras creencias o convicciones teológicas, ni preceptos religiosos. Se trata de una fe que viene de arriba y surge desde el interior de nuestro ser. Es una fe que nos enseña a mirarnos hacia dentro y
desde ese interior conectarnos con el Padre. Conectarnos con su luz reveladora y desde allí hacernos atalayas para nosotros mismos y para los demás. Esa fe se convierte en un encuentro continuo entre Yo y el Padre así como entre el Padre y Yo. En esa fe descubrimos que la vida está hecha de momentos. Momentos que no se repiten por lo cual hay que vivirlos a conciencia y paz. A veces esos momentos no son agradables. Esta pandemia podría ser uno de esos momentos que nos ha tocado vivir colectivamente para que juntos descubramos quienes somos, para que estamos. Es una fe que te libera de las garras del miedo y las pesadillas de la ansiedad. Es la fe que se alcanza orando (o meditando) y cuando oramos, clamamos. Ese clamor es un canto al Padre, un canto a la creación. Decía el poeta hindú Rabindranath Tagore, “…cuando el hombre canta, Dios lo ama.” También decía San Agustín, “…el que canta ora dos veces.” Por eso cuando se ora se canta y ese cántico interior hecha fuera todo temor. Entonces la cabeza se enfría y el corazón se enternece; comenzamos a ver la realidad desde las posibilidades, aprendemos a manejar los imposibles y nos hacemos arquitectos de la esperanza.
La humanidad, o sea nosotros, ha experimentado cantidad de pandemias, terremotos, huracanes, guerras. De todos esos desastres la humanidad (nosotros) ha continuado su camino, tal vez con heridas abiertas pero con la certera fe de asumir el rol que siempre le ha tocado: reinventarse, reafirmarse y reanimarse a descubrir el increíble potencial que yace allí, en el interior de cada uno, en el Dios que nos habita. Por eso la esperanza no perece aunque sufra duros golpes de incertidumbre y calamidades. Pero para seguir adelante hay que mirar desde la fe y la esperanza. Sabiendo que a todos y a todas nos habita el mismo Dios. Hemos recibido esa fe desde las alturas del Creador para ejercerla aquí en la Tierra, no para aislarnos o crear barreras religiosas, sino para reencontrarnos, para compartir nuestra abundancia con el que tiene menos abundancia y extender un abrazo, una sonrisa y un aliento de paz. Ante una fe tan robusta no hay pandemia que asuste.
El Rev. Lugo ha estado en el pastoreado por los últimos 34 años y actualmente es el pastor titular de Beit-El Comunidad del Reino de Dios. Para comentarios o reacciones escríbale a Rev.Lugo@44.218.246.32.