El artista Bad Bunny actúa en el Coliseo de San Juan (Puerto Rico). (Foto: EFE/Thais Llorca)

En 1942, Noel Estrada, a petición de su hermano que salía a otras tierras para pelar contra la amenaza nazi, escribe “En Mi Viejo San Juan”. En 1943, El Trio Vegabajeño graba por primera vez esta pieza musical que se convertirá en una de las canciones más emblemáticas de la puertorriqueñidad en donde quiera que viva un puertorriqueño. Esta canción vibró desde Nueva York hasta Japón, desde Europa hasta la Patagonia. Aún después de 80 años de su creación sigue vibrando y arrancando lágrimas y emociones nostálgicas.

Durante la década del 1950, Puerto Rico experimenta lo que se conoce como la primera gran migración puertorriqueña hacia los Estados Unidos de América. 430,000 puertorriqueños dejaron la isla y se instalaron en los “newyores” donde comenzaron una nueva vida, profundamente arraigada en su identidad puertorriqueña. Entre 1960 y 1970 se dará otro gran oleaje migratorio, salieron otros 270,000 boricuas a unirse a las huestes borincanas del norte.

Esas dos enormes olas migratorias sentaron las bases sociales y políticas de lo que hoy día es la diáspora boricua. Los nombres de las comunidades en Nueva York y otros estados comienzan a lucir un nuevo colorido, nuevos olores culinarios invaden las calles y los barrios, ritmos tropicales retumban en las esquinas y sobre todo los sábados, cuando las familias hacían la limpieza del hogar. Así, lo que se conocía como “Lower East Side” (en Nueva York) se convirtió en “Loizaida”, el “Harlem” se convirtió en “el Barrio”. El gran “Park Avenue Retail Market” de Lexington y Park, se convirtió en la “Marqueta”, donde aún hoy día los puertorriqueños se reúnen para celebrar su herencia boricua y diasporica. Lo mismo se repitió en Chicago, en Filadelfia, en la Florida, en New Jersey, en Arizona, en Hawái y en cada rincón donde haya un boricua se escuchará desde un “lelolai” hasta lo más reciente de Bad Bunny

Esos 50 años, entre 1970 y el 2022, la población boricua, literalmente, se mudó a los Estados Unidos de América. Casi dos terceras partes de la población boricua vive en los Estados Unidos (5,771,813) y 3,193,354, aún permanece en la isla. El fenómeno sociológico de este movimiento migratorio rompe esquemas y expectativas porque este no fue un fenómeno aislado ni voluntario persé

A los puertorriqueños nos pintaron un paraíso terrenal cuando implantaron el Estado Libre Asociado en 1952. Nos celebraron como la nación más democrática en todo el Caribe y Latinoamérica; nos decían “La Perla del Caribe”. El gobernador de entonces (Luis Muñoz Marín 1949-1965) se paseaba por la cuenca del Caribe pavoneando ínfulas de soberanía y democracia, pero detrás toda esa pomposidad demagógica había un diabólico orden colonial que deformaba la historia de la patria, tronchaba las ansias libertarias y frustraba los sueños de felicidad y prosperidad de los habitantes del terruño adorado. El “país” que supuestamente fundaron en 1952, hoy día ni es estado, ni es libre y mucho menos asociado

La vitrina que crearon ellos mismos la hicieron trizas. Hoy día, Puerto Rico se hunde en una profunda crisis financiera orquestada y sostenida por “legisladrones” que con el menor descaro defalcan el fondo público para sus propios y mezquinos intereses. Las corporaciones extranjeras en Puerto Rico gozan de un “paraíso fiscal” donde forman enormes ganancias y no pagan un céntimo por el uso del territorio ni la infraestructura.

Pagan salarios flacos, se lo llevan todo y dejan un pueblo desesperanzado y en frágil condición financiera. La única puerta que le abrieron fue irse con sus bachilleratos y maestrías al norte donde sus “conciudadanos” estadounidenses no saben que sus “conciudadanos” puertorriqueños, son “ciudadanos estadounidenses”; los tratan como alienígenas, se mofan de su acento caribeño, les insultan por llevar la bandera puertorriqueña en su pecho, pero el orgullo boricua es tan resiliente que resiste la más abyecta opresión y, a mayor insulto mayor orgullo por la puertorriqueñidad. Fue en ese fragor social de rechazo y afirmación donde se gestó la diáspora boricua, con una identidad muy particular que sorprende. Esa nostalgia de en Mi Viejo San Juan, de las vegas y montes, de las playas y ríos están tatuadas en el alma de cada boricua y en cada amanecer, sea invierno o sea verano, se renueva ese orgullo de ser borincano.

La isla en la diáspora es la patria crecida, que echó vuelo en las mismas entrañas del imperio que le quiso asfixiar y ahora como pitirre indómito vuela por los cielos del continente y en cada vuelo deja un tatuaje en el cielo de pico azul, de alma blanca y rojo pecho. Desde el Tribunal Supremo hasta la Norte de Filadelfia, desde el Congreso hasta el Humboldt Park de Chicago, desde la Casa Blanca hasta el Barrio de Nueva York, desde Osceola en la Florida vibra radiante y fuerte, una patria que mientras más lejos se encuentra más se afirma en su identidad.

Puerto Rico cuenta con 5.7 millones de combatientes en la diáspora y 3.2 en la isla y tendremos que enfrentar el inminente cambio de soberanía que nos espera. La condición colonial de Puerto Rico no aguanta más. Cada vez se hace más imperativo romper con esta condición colonial, que en los últimos 123 años ha sido la retranca que ha impedido el desarrollo de industrias nativas que hagan autosostenible su economía.

Lo digo y lo repito, la diáspora boricua no es ajena a la isla ni viceversa. Somos un pueblo de plurilocalidad, donde más de cinco generaciones después seguimos amando el terruño y lo que somos. No se puede pensar en la isla sin la diáspora y no se puede pensar la diáspora sin la isla

Quien quiera eximir a la diáspora boricua de su legado histórico, comete el más vil descaro contra un pueblo. Somos un solo pueblo, que se multiplicó en otros lares y como un solo pueblo nos toca mancomunarnos y exigir justicia y el fin del coloniaje.

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