El 3 de septiembre de 2017 estaba en el barrio Don Alonso de Utuado, junto a mi esposa, hermanos, familiares y amigos preparándonos para el sepelio de mi suegra amada. Aquel día amaneció mustio y borrascoso. Había que estar en la funeraria a las nueve de la mañana, y del barrio Don Alonso al pueblo nos distanciaba 30 minutos, 30 mil curvas y otros tantos barrancos. El velatorio fue rápido pero intenso, pues la amada suegra aun con el frío de su cuerpo inerte inspiraba amor y muy gratos recuerdos.
Aunque el velatorio era evangélico escuchaba algunos murmullos rezando el Ave María. Al salir de la funeraria eran las 10 de la mañana, pero parecían las 6 de la tarde. El cielo nos anunciaba un aguacero de magnitudes alarmantes. Se podían ver las grises franjas de lluvia cayendo en la montaña, y hacia allí teníamos que ir a enterrar a la amada suegra. Otra vez, nos esperaban las curvas y los barrancos y esta vez bajo torrentes de agua. Eran los vientos del huracán Irma, un preludio del destructor huracán María.
Salimos de Puerto Rico el 13 de septiembre y una semana después estábamos aquí en Filadelfia, espantados por las imágenes horrorosas de los vientos fustigando la isla, que ya venía siendo azotada por una larga y excruciante crisis económica.
El huracán María se llevó árboles, casas, carreteras y más de 4.000 vidas. Dejó a otros tantos miles de boricuas a la intemperie y a otros miles los empujó fuera de la isla. En Filadelfia aterrizaron miles de puertorriqueños en pleno invierno, sin abrigo, sin lugar de acogida, a la merced de los familiares y amigos que los hospedaban en las pequeñas casas del norte de la ciudad. Comenzaron los puertorriqueños a llenar todas las agencias latinas buscando algún tipo de ayuda para su precaria situación. Recuerdo las caras asustadas de mis hermanos y hermanas boricuas en el Centro Recreacional Ramonita Rivera, esperando por un abrigo o una comprita o para matricularse con FEMA y conseguir un “apartamentito”. Esas imágenes se repitieron por todas las agencias latinas y no latinas de la ciudad.
La ciudad de Filadelfia no estaba preparada para recibir tantos “inmigrantes», se le llenaron los cuartos de agua y no sabían qué hacer con tantos puertorriqueños, tampoco sabían que estos mismo, también eran ciudadanos estadounidenses. Esto fue un “reality check” para muchos boricuas que llegaban por primera vez a los Estados Unidos. Sin embargo, el trato que recibieron los ciudadanos estadounidenses que “emigraron” a nuestra ciudad en el 2005 por los estragos del huracán Katrina en New Orleans, fue muy diferente.
Esta situación despertó la conciencia de todos los líderes latinos de la ciudad y el llamado no se hizo esperar. Comenzaron las reuniones y las colectas de dinero, de comida, de agua, de todo lo esencial y necesario para enviarlo en furgones a Puerto Rico. Así se creó Unidos Pa’ PR, que agrupó todas las agencias comunales latinas y los políticos electos. Lo que se experimentó en aquel entonces fue maravilloso, todos dejamos a un lado las diferencias políticas y étnicas, para unirnos en un mismo sentir, en un mismo espíritu. Se colectaron casi medio millón de dólares con lo cual se cubrieron los gastos de envío de furgones y se ayudó a cantidad de proyectos comunitarios en Puerto Rico. La comunidad puertorriqueña y latinoamericana demostró un elevado sentido de solidaridad y apoyo para la Isla del Encanto.
Esto nos lleva a considerar las lecciones que nos dejaron los vientos de María. Primero y primordial, los damnificados mostraron un nivel de resiliencia impresionante. La resiliencia del ser humano en situaciones extremas da paso a impresionantes acciones de filantropía. Así mismo, el sentido de unidad que mostraron los líderes y agencias nuestras fue excepcional. Que hermoso sería que retomemos ese espíritu de unidad para potenciar a nuestras comunidades migrantes que son víctimas de vientos políticos, a veces peores que los vientos de un huracán.
La comunidad latina fue la heroína de este esfuerzo colectivo. Se lanzaron a la calle, recaudaron dinero, hicieron cocinas comunitarias, reunieron ropa de invierno, abrieron sus casas y le dieron albergue aún a desconocidos. Esa muestra de solidaridad comunitaria mostró el potencial que tenemos para convertir las adversidades en posibilidades. Debemos mantener en la memoria la experiencia de María, pues aún nos queda mucho por andar. Deberíamos sentarnos como las comunidades originarias y hacer un “Pow Wow” para celebrar y reflexionar en lo que nos toca y nos queda por hacer.
Nuestra ciudad aumentó su demografía, los latinos y latinas fuimos los que producimos este aumento demográfico. El huracán María nos motivó a hacer la diferencia hace cuatro años atrás. Sería muy triste esperar que otro azote como el de María nos haga reaccionar para exigir los cambios que necesitamos en nuestra comunidad hispana. Tenemos el potencial y lo demostramos, solo que tenemos que ser más consistentes en asumir el rol histórico que nos toca. Tomen nota los políticos electos y los que serán electos, sin la comunidad cualquier acción política es solo un intento politiquero que solo procura exaltar al político.
Es imposible remembrar ese momento y no se asome una lagrima fugitiva; de dolor, resilencia y amor. Como olvidar! Estos recuerdos se empañan cuando llegan otros momentos de desilución e impotencia. Un pueblo sediento vio como la tiranía, inconciencia e inmoralidad de algunos líderes ocultaron artículos de agua, comida, ropa entre otros. Aunque se pasó factura y el pueblo se desbordó en coraje, espero que Dios tome control en la balanza de la vida.