En 1891, la Revista Ilustrada de Nueva York publicó un artículo titulado “Nuestra América”. El autor de aquel artículo fue José Martí, uno de los más célebres intelectuales y libertadores de Latinoamérica. El escrito de Martí fue en respuesta a la primera Conferencia Panamericana que se llevó a cabo del 2 de octubre de 1889 al 19 de abril de 1890, en Washington DC. El objetivo de esta conferencia fue el establecimiento del panamericanismo como una nueva manera de relacionar los dos hemisferios americanos. Martí vio en esta conferencia la oportunidad para que las relaciones interamericanas se dieran bajo el conocimiento y el respeto mutuo. Valga notar que para ese entonces (1823) los Estados Unidos estaban enfrascados en la pretenciosa Doctrina Monroe que tenía como consigna “América para los americanos.” Por eso Martí se opone a este “panamericanismo” disfrazado y enfatiza que “Nuestra América” tiene que mantener su identidad e independencia para evitar caer en las garras del expansionismo estadounidense.
Ya para 1848 los Estados Unidos habían logrado anexar los territorios mexicanos de California, Nuevo México, Arizona, Nevada y Utah, así como parte de Colorado, Wyoming y Kansas. Martí, que luchaba por independizar a Cuba de España y alertar del potencial peligro que presentaban los Estados Unidos de América, no se equivocaba al pensar que los Estados Unidos de América estaban mirando al Caribe para expandir su presencia imperial. La Guerra Cubano-Española lo corroboró. Estados Unidos intervino en Cuba e invadió Puerto Rico en 1898. José Martí, al igual que Ramón Emeterio Betances vieron la inminente expansión estadounidense como una amenaza a los sueños libertarios de Cuba y Puerto Rico. Mientras Betances proclamaba: “No queremos colonia ni con España ni con los Estados Unidos”, Martí procuraba, “…impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Viví en el monstruo, conozco sus entrañas…”
Podría decirse que esa conferencia de 1891 fue el preludio de la celebración de la herencia hispana en los Estados Unidos. Martí dejó su legado y su pensamiento sigue teniendo relevancia, por lo cual debería ser lectura obligatoria para los estudiantes latinos de escuela superior de nuestra ciudad y del estado. Lo mismo podría decirse de Duarte, Bolívar, Betances y demás próceres latinoamericanos. La herencia hispana no debería ser un mes donde solo adornamos con banderitas de nuestros países y ponemos afiches en los salones de clase de próceres, poetas y deportistas.
Si verdaderamente queremos que nuestra herencia hispana trascienda las banderitas y los afiches, debemos exigir que nuestras escuelas tengan un currículo donde nuestros niños aprendan a amar y emular el valor y patriotismo de esos hombres y mujeres que plasmaron con su ejemplo abnegado. Nuestros niños deberían conocer los valores que motivaron a esos próceres a concretar hazañas que transformaron el curso de su historia. Tenemos personajes como Eugenio María de Hostos, una Gabriela Mistral, un José Vasconcelos, el mismo José Martí que fueron precursores de todo un andamiaje pedagógico para que las jóvenes generaciones aprendieran a desarrollar un pensamiento crítico y no fueran objeto de sus destinos, sino transformadores de sociedades, agentes de cambio para el porvenir de sus países y comunidades.
La herencia hispana debe ir más allá de una celebración anual, de bailes, fiestas y festivales. Si no le contamos el trasfondo y raíz de esa herencia no aprenderán a amar la riqueza cultural que llevan en la sangre. Entonces no sabrán por qué festejan ni por qué bailan. Un pueblo que educa a sus hijos es un pueblo indoblegable. No hay tirano que pueda silenciar a un pueblo cuyos hijos saben amar su historia. Esa es la mejor inversión que cualquier madre o padre puede hacer en sus hijos.
Por eso la herencia hispana es mucho más que celebración, también es canto, es quena y es charango; es merengue, bomba, plena y bachata; es cóndor, es pitirre y quetzal; es surco de labranza, maíz, café y caña; es mapuche, es taina y guaraní; es centroamericana, es caribeña y del sur; es joropo, tango y ballenato; es el Aconcagua, el Yunque y el Chimborazo; es negra, mestiza y mulata. Somos esa herencia latinoamericana esparcida en 60 millones de historias y esperanzas. Esa herencia tiene rostro y anda. Se pasea por las fábricas, por las calles y en las plazas. Somos tú, yo, todas y todos.
Nuestra América, somos una comunidad de amigos, interactuando, compartiendo una identidad común con una historia común. Desde las calles de Los Angeles hasta las calles de Filadelfia, cruzamos el continente y afirmamos la palabra. Nuestra herencia corre por las venas abiertas de América del Norte y ahora hasta los “gringos” la celebran. Tenemos que seguir andando, abriendo camino al andar, hasta que nuestros indocumentados recuperen su estatura de seres humanos y no tengan que cruzar desiertos, ni esconderse en sombras de silencio.
Esa es la herencia hispana, la que nos vibra en los sueños y nos cosquillea por las venas. Celebremos la herencia, que hasta en los sueños festeja. ¡Que viva la herencia hispana y que vivan los herederos que la heredan!