El pasado 2020 culminó como uno de los años de mayor incidencia criminal en toda la nación estadounidense. Más de 19 mil personas fueron víctimas de armas de fuego; así lo indica el Gun Violence Archive (GVA). Esta agencia sin fines de lucro comenzó a contabilizar los crímenes con armas de fuego desde 2014. En ese año contabilizaron 2,418 víctimas, y en el 2020 contabilizaron 19,395; un aumento de 16,977 crímenes. Es la cifra más alta de víctimas por armas de fuego en los últimos 20 años en los Estados Unidos de América. Solo en las últimas 72 horas caerán muertas unas 124 personas víctimas de armas de fuego, según la estadística de GVA en su página electrónica (https://www.gunviolencearchive.org).
Entre las ciudades con mayor violencia armada está nuestra ciudad del amor fraternal. Filadelfia cerró el año pasado con casi 500 homicidios. Según el Capitán del Distrito 24, Pedro Rosario, el 2020 fue el año más violento en la última década. Esta agresiva ola de asesinatos se complica por la crisis del coronavirus. A raíz de la pandemia han aparecido factores como la crisis sanitaria, y el impacto económico que ha dejado a miles sin trabajo, sumado al impacto emocional, que ha elevado los niveles de ansiedad en casi toda la población. Añádase a esto el problema de los oficiales de la policía que se han infectado y los que por razones de potencial contagio tienen que mantenerse fuera de servicio. Esto ha obligado a los departamentos de policía a redistribuir su cuerpo policiaco en zonas con las cuales no están relacionados, y esto a su vez dificulta las investigaciones criminales.
Y a todo esto hay que sumar la desenfrenada venta de armas de fuego que se registró desde inicios de la pandemia. La Fundación Nacional de Deportes de Tiro (NSSF) informó que, para agosto del 2020, 5 millones de estadounidenses compraron un arma de fuego por primera vez. Esto representa un 95 por ciento de aumento y 139 por ciento de aumento en la compra de municiones, comparado con el 2019.
Es obvio que estamos viviendo en una sociedad híper agresiva y violenta. Literalmente, es un trastoque de los valores del buen vivir y la seguridad ciudadana. No estamos amenazados por la invasión de una potencia extranjera, ni por ataques terroristas. La amenaza la tenemos dentro, en nuestros hogares; en la holgazanería de no querer asumir el esfuerzo de la esperanza. Se hacen convenciones y cumbres para la paz, pero las naciones no pueden garantizar la paz de sus propias comunidades. Tenemos libertades y conveniencias que muchos países desean tener. Vivimos en la nación más “próspera y libre” del planeta. Pero, ¿qué le decimos a Dona Mildred Báez, cuyo hijo fue asesinado a balazos frente a su casa, aquí en el Norte de Filadelfia? O, ¿qué le decimos a los 197 menores de edad que fueron víctimas de tiroteos en nuestra ciudad el pasado año? ¿Qué libertad o prosperidad te devuelve la vida de un hijo truncada en la flor de su juventud? Esta sociedad violenta es tan perniciosa que por una parte insensibiliza a las personas, las paraliza y pero también roba la paz y la seguridad. Sus noches de descanso se tornan pesadillas de ansiedad. El castigo por los crímenes parece no tener efectos restauradores. Las cárceles están llenas de nuestros propios ciudadanos. Vaya usted y converse con algún joven recluido en el Centro de Detención Juvenil de Filadelfia y notará los tantos sufrimientos y frustraciones que a tan temprana edad han sufrido. Conocí un joven de unos 19 años cuando trabajaba como director de un programa de drogas y alcohol aquí en Filadelfia. Le pregunté qué le gustaría hacer en los próximos 10 años. Su respuesta, aparte de sorpresiva fue dolorosa. Me dijo que la mayoría de sus amigos más cercanos habían muerto antes de cumplir 25 años y, por tanto, él no tenía expectativas más allá de esa edad. A sus 19 años ya había estado en la cárcel tres veces y veía la cárcel como un escape de “lo caliente y duro que estaba la calle.” Él se sentía más seguro en la cárcel que en la calle. Allí tenía comida y cama segura.
La tendencia humana al lidiar con el crimen es a aumentar el castigo o a escapar de él. Sin embargo, el castigo que se inflige a los delincuentes parece no hacer efecto en la conducta criminal. El castigo a secas no funciona. Necesita la madurez de la esperanza. La esperanza es posibilidad de cambio, visión de bienestar, insistencia en la paz, convicción de querer ser un mejor ser humano. El mejor lugar para cultivar la esperanza es el hogar, la familia. En los hogares donde el correctivo es una oportunidad de reflexión, no de exclusión ni maltrato, cuyo objetivo sea que las personas crezcan con un alto sentido de honor hacia los demás; y como consecuencia, se produzcan mejores escuelas, mejores comunidades y sociedades. En definitiva, nos corresponde a todos comenzar a mirarnos con esperanza; no evitando la punición, pues el castigo es consecuencia del error; pero el escarmiento sin esperanza es una mera mueca de espanto; sin esperanza, la sanción es cómplice del crimen.