La ola de contagios del COVID-19 ha sido sorpresiva. Muchos pensaban que con la vacunación se resolvería el problema del contagio y todo volvería a la “normalidad».
En el mundo de la propaganda y la publicidad hay un concepto llamado “lee la letra pequeña”. Es en la lectura de esas letras pequeñitas que vas a cerciorarte de los términos específicos, condiciones, restricciones, limitaciones, del acuerdo, contrato o documento que firmes. Pero estas “letras pequeñas” son tan pequeñas que a menudo pasan inadvertidas. Todo documento legal, médico, público o privado contiene “letra pequeña”. De ahí la importancia de leerla. Un documento puede que se vea muy atractivo a simple vista, pero si no le pones atención a esa letra pequeña es muy posible que al final del camino te encuentres en un tremendo problema del cual no podrás zafarte.
Parece que eso ha pasado con este asunto de la vacunación del COVID-19. No hay duda de que nos enfrentamos a una situación pandémica que parece estar fuera de control. Es de suma importancia garantizar la seguridad y salud de nuestra nación y de nuestras comunidades. Parece también, que el desespero mediático por acabar con este virus ha llevado a la gente a aceptar, con la más sublime pasividad y sin el más mínimo cuestionamiento la vacunación masiva como la solución final a la pandemia.
No estoy proponiendo un manifiesto contra la vacunación, sino tratar el tema desde una perspectiva ética que nos ayude a ser precavidos y responsables con las decisiones que tomamos. Gracias al desarrollo de las vacunas pudimos superar y contrarrestar flagelos como la viruela, la poliomielitis y el sarampión. A pesar de estos logros de la ciencia, el debate ético va siempre a cuestionar los mandatos, la investigación y prueba, el consentimiento informado y la disparidad en el acceso a las vacunas.
Desde 1850, en los Estados Unidos de América se establece la obligación de vacunar a la población de edad escolar para prevenir el contagio de la viruela. En las décadas de 1960 y 70 el gobierno federal desarrolló políticas para erradicar el sarampión. No fue hasta el 1990 que los 50 estados de la Unión requirieron ciertas vacunaciones obligatorias en las edades tempranas de la población estudiantil. Este es un proceso que se da a través de diferentes agencias del gobierno, que luego desemboca en mandatos obligatorios para la población. Siempre habrá un sector de la población que rechaza la vacunación; por lo general, vendrá de personas con creencias religiosas y filosóficas que confligen con el uso de vacunas. Sin embargo, el Estado en el interés de proteger su ciudadanía, puede imponer la vacunación como mandato, aunque esto infrinja la autonomía y libertades individuales de la persona. Por su puesto, eso no ha ocurrido con la vacunación del COVID-19.
Uno de los dilemas éticos que enfrenta la vacunación es su investigación y las pruebas del antiviral. Históricamente, para que una vacuna tenga una autorización oficial, pasa por un riguroso y largo proceso de investigación, a veces de años. Ese proceso incluye a muchos expertos de variadas disciplinas médicas y sociales. Sobre todo, cuando se comienza a considerar la vacunación de los niños y adolescentes, esto eleva los niveles de la preocupación ética sobre el problema.
Esta ha sido una de las preocupaciones más relevantes con la vacuna contra el COVID-19, por el corto tiempo en que se investigó y se produjo. Aunque sus efectos negativos no son alarmantes, esto no deja de causar incertidumbre en la población. Ya se ha suspendido temporalmente las vacunas de Johnson & Johnson y AztraSeneca por su posible conexión con formaciones de coágulos, que pudieran ser excepcionales efectos secundarios. Por otra parte, ha trascendido que es probable que como en otras vacunas para enfermedades estacionales, también se requiera que en un año seamos llamados de nuevo a vacunarnos. Todo esto añade incertidumbre a la ya preocupada población.
La manera más efectiva de enfrentar la incertidumbre es el consentimiento informado. Es su responsabilidad exigir ser informado sobre cualquier medicamento que vaya a tomar, cualquier cirugía a la que vaya a someterse o cualquier vacuna que vaya a inyectarse. Lea la “letra pequeña”. Con el acceso que tenemos a la información, no hay excusa para no estar informado. Asegúrese de que su fuente de información sea segura, seria y responsable. No se deje llevar por algunos inescrupulosos usuarios de Facebook y otras redes sociales.
La disparidad en el acceso a la vacuna es otro de los dilemas éticos que enfrentamos. Está muy bien documentado que la comunidad latina contrajo el COVID-19 el doble y en algunos casos el triple por encima de la comunidad blanca, y fueron hospitalizados cuatro veces más. Así lo informa el Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC). Aplaudo que nuestras agencias como la Asociación Puertorriqueños en Marcha, Nueva Esperanza, Aspira y Esperanza Health Center estén siendo vehículos para vacunar a la comunidad.
Esta experiencia pandémica demuestra que tenemos que estar bien informados, entender los problemas éticos que toda pandemia produce y aprender a leer la letra pequeña. La mejor estrategia para esta pandemia es cuidarnos y cuidar a nuestro prójimo.
A manera de tributo, elogio nuestra comunidad médica y cientifica, ese ejército de batas blancas que estuvo, está y seguirá estando presente. Sin ellos, estaríamos bajo la total indefensión.