Parecería lógico que, al menos en situaciones de mentiras “políticas” graves existiera un castigo. Aunque solo fuese por disuadir a otros políticos de mentir. Pero resulta que no.
La Primera Enmienda protege las mentiras para salvar la democracia, algo que, en principio, puede parecer una contradicción.
En la sentencia dictada por la Corte Suprema en el caso de 2012 Estados Unidos vs. Álvarez se planteó la constitucionalidad de la Ley de Valor Robado (“Stolen Valor Act”). La sentencia dictada por el Supremo contiene la explicación del porqué se “protegen” las mentiras en política.
La ley en cuestión tipifica como delito reclamar falsamente la recepción de condecoraciones o medallas militares y prevé una pena mayor si se trata de la Medalla de Honor del Congreso (18 U. S. C. §§704 (b), (c)).
El inicialmente condenado señor Álvarez mintió al decirle a una junta directiva a la que pertenecía que el Congreso le había otorgado una Medalla de Honor. Condenado inicialmente en los tribunales, apeló la sentencia y de su recurso entendió el Circuito 9º de la Corte de Apelaciones que declaró la ley inconstitucional.
Una nueva apelación llevó el asunto hasta la Corte Suprema de Estados Unidos que concluyó que las mentiras gozan de la protección de la Primera Enmienda, no por su valor, sino porque no se puede confiar en un gobierno que tenga el poder de regular las mentiras.
El Supremo pretendió evitar una situación como la que Orwell plantea en “1984”, donde un gobierno totalitario castigaba a la disidencia dependiendo de lo que decidiera el Ministerio de la Verdad.
La sentencia señalaba, además, que la Ley de Valor Robado se aplica a “contextos políticos, donde, aunque es más probable que esas mentiras causen daño”, el riesgo de que los fiscales presentaran cargos por razones ideológicas también era alto.
Finalmente, la Corte dijo por mayoría que el mercado de ideas era un mecanismo más eficaz y menos peligroso para controlar las mentiras, particularmente en política y que los políticos y los periodistas tienen los incentivos y los recursos para examinar los antecedentes de los candidatos y descubrir y exponer falsedades.
Es decir, que directamente la sentencia encomendaba la defensa de la democracia frente a las mentiras a los propios políticos y a los periodistas.
De cómo ha tomado “esta antorcha” la clase política en general, tenemos una muestra cada día y especialmente durante las campañas electorales.
Pese a que la finalidad de estas es la de ofrecer a los candidatos y a los partidos la oportunidad de exponer ante el electorado los problemas o temas controvertidos que identifican, y compartir sus posturas y soluciones ante ellos; las campañas se han convertido en verdaderas contiendas llenas de insultos al adversario, a sus ideas y/o su partido.
En lugar de practicarse un debate de ideas, se monta un espectáculo de descalificaciones al contrario ya sea por sus actos pasados, presentes o, lo que es más inaudito, futuros (“si tal o cual candidato sale elegido lo que hará será…”).
Las acusaciones y los hechos que se imputan o manejan pueden ser además ciertos o inciertos.
Si en el análisis de armas añadimos la práctica de la exageración, la tergiversación, o las verdades a medias, nos encontramos con el resultado de las mentiras que generan desinformación. Algo que también se produce entre los votantes latinos.
Los políticos, en términos generales no están realizando la tarea que el Supremo les suponía. Quedan en solitario los otros “centinelas” de los que hablaba la sentencia: los periodistas.
¿Cómo realiza la prensa esa labor de vigilancia frente a las mentiras?
Parece ser que como puede y le dejan. Especialmente después de las duras campañas de descrédito a la que se ha visto sometida.
En estos momentos previos a las elecciones presidenciales, por ejemplo, los medios y profesionales legítimos y éticos revisan, cotejan, analizan y comparten la veracidad o no de lo que se dice por los políticos en la campaña. Pero estos mismos profesionales también se han visto atacados con la proliferación de sitios y plataformas alternativas manejadas por “aficionados” o que responden a “agendas ocultas” que no se someten ni a los filtros ni a los controles de calidad por los que los profesionales sí deben pasar y responder.
Sin embargo, gracias a Internet y redes sociales los desinformadores tienen una voz que en muchos casos adquiere una proyección mayor que la información verdaderamente legítima
Según una investigación de la revista Science, a través de las redes sociales la desinformación se propaga más rápidamente, y llega a más gente que las noticias reales.
Los verdaderos profesionales y medios están bajo códigos éticos y de responsabilidad hacia el público que deposita su confianza en ellos, no haciendo nada que pueda abusar de esta obligación. La verdad debe ser el objetivo final.
No se debería poder engañar consciente o inconscientemente al lector, espectador u oyente; como tampoco se debe hacer con los votantes. Hay que esforzarse por evitar cualquier compromiso de objetividad o imparcialidad.
“El Pueblo” tiene derecho a saber y “los medios” el derecho y la obligación de informar verazmente.
A los comunicadores corresponde utilizar esa libertad sabiamente y defender el derecho a expresar opiniones impopulares o, por el contrario, a estar de acuerdo con la mayoría, pero siempre desde los más altos estándares del desempeño de la comunicación de los hechos sin caer en la tentación de ser dirigidos por las especulaciones.
La libertad de prensa debe protegerse como un derecho inalienable de los ciudadanos de una sociedad libre. Según reciente encuesta de Pew Research Center también la mayoría de los norteamericanos lo entiende así. Demos gracias por ello.