El pasado 6 de enero del 2021, una turba de miles de manifestantes atacaron y se tomaron el Capitolio, pretendiendo detener la certificación del conteo de votos del Colegio Electoral, que ese mismo día el Senado tenía en agenda para certificar. Los manifestantes, evidentemente seguidores de Donald J. Trump, inflados por su retórica demagógica y bajo el encanto de la mentira de que las elecciones fueron un fraude, lograron superar a la policía del Capitolio y asaltaron la casa de Gobierno. El resultado directo de ese día fueron 5 muertos y cientos de heridos. No hay duda de que este evento quedó tatuado en la memoria colectiva de los estadounidenses.
La semana pasada, del martes 9 al sábado 13 de febrero, la nación presenció el juicio político por los cargos de incitación a la rebelión, al que sometió la Cámara de Representantes al expresidente Trump. Fueron cinco intensos días de debates y tensión política. Al final el Senado votó, 43 senadores exoneraron a Trump, mientras que 57 senadores lo encontraron culpable. Se necesitaban dos terceras partes del Senado (67 votos) para destituir al presidente. Siete senadores republicanos se adhirieron a los 50 senadores demócratas, sentando así un histórico precedente de un intento de destitución bipartidista contra un presidente de los Estados Unidos de América.
A pesar de que Trump salió airoso del juicio de destitución, no se salvó de la aguda condena que Mitch McConnell, líder de la minoría republicana le imputó, haciéndole responsable moral por el asalto al Capitolio. Trump tendrá que lidiar con un partido resquebrajado, una crítica social adversa, potenciales cargos criminales y, sobre todo, una imagen política con poco atractivo y futuro político. Trump comprometió su legado presidencial por un capricho político que no rindió el provecho que esperaba. Cargar con la culpa de los 7 muertos (dos policías se quitaron la vida días después de defender el Capitolio de la turba trumpista) por insistir en que le robaron las elecciones, argumento que en ninguna de las 61 vistas judiciales tuvo éxito, es una mancha que le costará mucho poder quitar de su carrera política. Trump quedará tachado como el presidente que interrumpió, violentamente, la centenaria y pacífica transferencia del poder de la República estadounidense.
¿Qué lecciones nos deja esta triste y dolorosa experiencia nacional?
Primero, la prueba irrefutable de que una mentira repetida hasta el hastío puede terminar siendo una verdad para un segmento de la población, y esa mentira chapeada de verdad puede costar la vida de algunos, y la desacralización de las instituciones representativas de la democracia. Segundo, se confirma que algunos de los políticos que elige el pueblo están más interesados en su fidelidad al partido y en sus campañas de reelección que en la búsqueda de la justicia, el juramento de defender los valores constitucionales y la felicidad del pueblo que los eligió. Tercero, el Partido Republicano tiene una difícil tarea de reconciliación entre tres claras facciones: los que aún se mantienen fieles a Trump, como Ted Cruz y Lindsey Graham; los senadores y representantes que votaron junto a los demócratas para que Trump fuera encontrado culpable, como los senadores Mitt Romney, Susan Collins, Pat Toomey; y los que absolvieron a Trump, pero saben que es culpable de los fatales acontecimientos del 6 de enero, como Mitch McConnell.
Cuarto, desde los tiempos de Ronald Reagan el Partido Republicano no ha cambiado mucho. Su tendencia derechista se enraizó más en su abierta alianza con los evangélicos de derecha y de mano dura. Las demenciales teorías conspiratorias que enarboló Trump y QAnon, entre otros, son parte de una larga tradición político-religiosa. En 1991, Pat Robertson publicó “The New World Order” (El nuevo orden mundial), donde decía que sobre los Estados Unidos se cernía una amenaza internacional de banqueros judíos, masones y ocultistas. Así mismo, Jerry Falwell promovió en 1994 un video llamado “The Clinton Chronicles” (Las crónicas de Clinton), donde se decía que Bill Clinton era un narcotraficante y un asesino en serie.
Este pasado diciembre de 2020, las agencias noticiosas NPR e Ipsos revelaron que el 17 por ciento de los estadounidenses creen en las falsedades de QAnon, quienes dicen que, “un grupo de élites adoradoras de Satanás manejan una red de sexo infantil y están tratando de controlar nuestra política y los medios de información”. Tampoco son pocos los que también creen en la insostenible teoría de que las elecciones fueron amañadas por un grupo secreto de poderosos liberales que quieren llevar a la nación al borde de una guerra civil.
Hoy más que nunca se requiere que seamos muy cuidadosos en manos de quienes ponemos nuestras esperanzas políticas y nuestro bienestar social. Sobre todo, sirva esta crisis para que tomemos conciencia de que nos urge, como latinoamericanos, formar a nuestros jóvenes y, junto con ellos, replantearnos la necesidad de que nuestro gobierno se parezca más a nuestras comunidades, que son diversas, ricas en expresión y de alta resiliencia histórica.