En cárceles de Pensilvania, guardias utilizan gas pimienta y pistolas paralizantes para controlar a personas con crisis de salud mental
Cuando llegó la policía, encontró a Ishmail Thompson desnudo delante de un hotel cerca de Harrisburg, Pensilvania. Acababa de golpear a un hombre. Tras su detención, un especialista en salud mental de la cárcel del condado dijo que Thompson debía ir al hospital para recibir atención psiquiátrica.
Sin embargo, tras unas horas en el hospital, un médico dio de alta a Thompson para que volviera a la cárcel. Así pasó de ser un paciente de salud mental a un recluso de la prisión del condado de Dauphin. A partir de ese momento, se esperaba que cumpliera las órdenes, o que se le obligara a hacerlo.
A las pocas horas de regresar a la cárcel, Thompson tuvo una pelea con los guardias. Su historia es uno de los más de 5,000 incidentes de «uso de fuerza» que se registraron en 2021 en las cárceles de los condados de Pensilvania.
El caso de Thompson figura en una investigación, efectuada por WITF, que revisó 456 incidentes de «uso de fuerza» en 25 cárceles de condados en Pensilvania, durante el último trimestre de 2021. Entre los casos revisados, casi 1 de cada 3 involucraba a una persona que sufría una crisis psiquiátrica o que padecía una enfermedad mental.
En muchos casos, los guardias utilizaron armas, como pistolas paralizantes y aerosoles de pimienta, para controlar y doblegar a presos con condiciones psiquiátricas graves que podrían haberles impedido seguir órdenes, o entender lo que estaba sucediendo.
Los registros muestran que cuando Thompson intentó huir del personal de la cárcel durante un intento de palparlo en busca de armas, un agente le roció con gas pimienta en la cara y luego intentó tirarlo al suelo.
Según la documentación, Thompson se defendió por lo que llegaron otros agentes para esposarlo y ponerle grilletes. Un oficial cubrió la cabeza de Thompson con una capucha y lo sentó en una silla, atándolo de brazos y piernas, y unos 20 minutos después, otro policía notó que Thompson no respiraba bien. Lo llevaron de urgencia al hospital.
Días después, Thompson murió. El fiscal del distrito no presentó cargos. El fiscal del distrito, las autoridades en la prisión y los funcionarios del condado que supervisan la cárcel no respondieron a las solicitudes de entrevistas sobre el tratamiento de Thompson, o se negaron a hacer comentarios.
La mayoría de los casos de uso de fuerza en las cárceles no conducen a la muerte. En el caso de Thompson, la causa de la muerte fue «complicaciones derivadas de una arritmia cardíaca», pero la forma en que se produjo fue «indeterminada», según el forense del condado.
En otras palabras, no pudo determinar si la muerte de Thompson se debió a que le rociaron gas pimienta y lo sujetaron, pero tampoco dijo que Thompson muriera por causas naturales.
El vocero del condado de Dauphin, Brett Hambright, también declinó hacer comentarios sobre el caso de Thompson, pero señaló que casi la mitad de las personas en la cárcel padecen una enfermedad mental, «junto con un número significativo de individuos encarcelados con tendencias violentas».
«Siempre va a haber incidentes de uso de fuerza en la cárcel», indicó Hambright. «Algunos de ellos involucrarán a reclusos con enfermedades mentales».
Durante la investigación, expertos legales y en salud mental declararon que las prácticas empleadas en las cárceles del condado pueden poner a los presos y al personal en riesgo de sufrir lesiones, y pueden dañar a personas vulnerables listas para regresar a la sociedad en cuestión de meses.
«Algunos presos con enfermedades mentales quedan tan traumatizados por los malos tratos que nunca se recuperan; otros se suicidan, y a otros se les disuade de llamar la atención sobre sus problemas de salud mental porque denunciar estos problemas suele dar lugar a un trato más duro», afirmó Craig Haney, profesor de psicología de la Universidad de California-Santa Cruz, especializado en las condiciones de los centros penitenciarios.
Los expertos afirman que el uso de la fuerza es una opción para prevenir la violencia entre los encarcelados, o la violencia contra los guardias.
Sin embargo, los informes de los funcionarios de las 25 cárceles de condados de Pensilvania muestran que solo el 10% de los incidentes de «uso de fuerza» se produjeron en respuesta a la agresión de un preso a otra persona. Otro 10% informa de un preso amenazando a miembros del personal.
WITF descubrió que uno de cada cinco casos de uso de fuerza (88 incidentes) tuvo que ver con un preso que intentó suicidarse, autolesionarse o que amenazó con autolesionarse. Entre las respuestas más comunes del personal penitenciario figuró el uso de las mismas herramientas utilizadas con Thompson: una silla de inmovilización y gas pimienta. En algunos casos, los funcionarios utilizaron dispositivos de electroshock, como pistolas paralizantes.
Además, la investigación descubrió 42 incidentes en los que el personal penitenciario observó que un recluso mostraba problemas de salud mental, pero los guardias igual utilizaron la fuerza cuando no obedeció las órdenes.
Los defensores de estas técnicas afirman que salvan vidas al prevenir la violencia o las autolesiones; pero algunas cárceles de Estados Unidos han abandonado estas prácticas, y los administradores han afirmado que las técnicas son inhumanas y no funcionan.
El costo humano puede extenderse más allá de la cárcel, alcanzando a las familias de las personas encarceladas que mueren o quedan traumatizadas, así como a los funcionarios implicados, apuntó Liz Schultz, abogada de derechos civiles y defensa penal en la zona de Filadelfia.
«E incluso si el costo humano no fuera suficiente, los contribuyentes deberían preocuparse, ya que las demandas resultantes pueden ser costosas», agregó Schultz. «Pone de relieve que debemos garantizar unas condiciones seguras en las cárceles, y que deberíamos ser un poco más juiciosos sobre a quién encerramos y por qué».
“Solo necesitaba a una persona a mi lado”
La experiencia de Adam Caprioli comenzó cuando llamó al 911 durante un ataque de pánico.
Caprioli, de 30 años, vive en Long Pond, Pensilvania, y ha sido diagnosticado con trastorno bipolar y trastorno de ansiedad. También lucha contra el alcoholismo y la drogadicción, según declaró.
Cuando la policía respondió a la llamada al 911, en otoño de 2021, llevaron a Caprioli al correccional del condado de Monroe.
Dentro de la cárcel, la ansiedad y la paranoia de Caprioli aumentaron. Dijo que el personal ignoró sus pedidos de hacer una llamada telefónica o hablar con un profesional de salud mental.
Tras varias horas de angustia extrema, Caprioli se ató la camisa al cuello y se asfixió hasta perder el conocimiento. Cuando el personal penitenciario lo vio, agentes entraron en su celda, con chalecos antibalas y cascos. El equipo de cuatro hombres tiró al suelo a Caprioli, que pesaba 150 libras. Uno de ellos llevaba una pistola de aire comprimido que dispara proyectiles con sustancias químicas irritantes.
«El recluso Caprioli movía los brazos y pateaba», escribió un sargento en el informe del incidente. «Presioné el lanzador de Pepperball contra la parte baja de la espalda del recluso Caprioli y le impacté tres (3) veces». El abogado Alan Mills explicó que los funcionarios suelen justificar el uso de la fuerza física diciendo que intervienen para salvar la vida de la persona.
«La inmensa mayoría de las personas que se autolesionan no van a morir», señaló Mills, que ha litigado casos de uso de fuerza y es director ejecutivo del Uptown People’s Law Center de Chicago. «Más bien se trata de algún tipo de enfermedad mental grave. Y, por lo tanto, lo que realmente necesitan es una intervención para desescalar la crisis, mientras que el uso de la fuerza provoca exactamente lo contrario y agrava la situación».
En Pensilvania, Caprioli contó que cuando los agentes entraron en su celda sintió el dolor de las ronchas en su carne y el escozor del polvo químico en el aire, y se dio cuenta de que nadie le ayudaría.
«Eso es lo peor de todo», dijo Caprioli. «Ven que estoy angustiado. Ven que no puedo hacerle daño a nadie. No tengo nada con lo que pueda hacerte daño».
Finalmente, lo llevaron al hospital, donde, según Caprioli, evaluaron sus lesiones físicas, pero no recibió ayuda de un profesional de salud mental. Horas después, estaba de nuevo en la cárcel, donde permaneció cinco días. Al final se declaró culpable de un cargo de «embriaguez pública y mala conducta» y tuvo que pagar una multa.
Caprioli reconoció que sus problemas empeoran cuando consume alcohol o drogas, pero dijo que eso no justifica el trato que recibió en la cárcel.
«Esto no debería ocurrir. Solo necesitaba a una persona a mi lado que me dijera: ‘Hola, ¿cómo estás? ¿Qué te pasa?’ Y nunca me lo dijeron, ni siquiera el último día», añadió.
El alcaide del correccional del condado de Monroe, Garry Haidle, y el fiscal del distrito, E. David Christine Jr., no respondieron a las solicitudes de comentarios.
Algunas cárceles prueban nuevas estrategias
La cárcel no es un entorno adecuado para el tratamiento de enfermedades mentales graves, afirmó la doctora Pamela Rollings-Mazza. Trabaja con PrimeCare Medical, que presta servicios médicos y conductuales en unas 35 cárceles de condados en Pensilvania.
El problema, según Rollings-Mazza, es que las personas con problemas psiquiátricos graves no reciben la ayuda que necesitan antes de entrar en crisis. En ese momento, puede intervenir la policía, y quienes necesitaban atención de salud mental acaban en la cárcel.
«Así que los pacientes que vemos están muchas veces muy, muy, muy enfermos», explicó Rollings-Mazza. «Por lo que nuestro personal debe atender esa necesidad».
Los psicólogos de PrimeCare califican la salud mental de los presos en una escala de la A a la D. Los que tienen una calificación D son los más gravemente enfermos.
Rollings-Mazza indicó que constituyen entre el 10% y el 15% de la población total de las cárceles atendidas por PrimeCare. Otro 40% de la población tiene una calificación C, también indicativa de enfermedad grave.
Añadió que ese sistema de clasificación ayuda a determinar la atención que prestan los psicólogos, pero tiene poco efecto en las políticas de las cárceles.
«Hay algunas cárceles en las que no entienden o no quieren apoyarnos», dijo. «Algunos agentes no están formados en salud mental al nivel que deberían».
Rollings-Mazza explicó que su equipo ve con frecuencia llegar a la cárcel a personas que «no se ajustan a la realidad» debido a una enfermedad psiquiátrica y no pueden entender o cumplir órdenes básicas. A menudo se les mantiene alejados de otras personas, entre rejas, por su propia seguridad, y pueden pasar hasta 23 horas al día solos.
Ese aislamiento prácticamente garantiza que las personas vulnerables entren en una espiral de crisis, afirmó la doctora Mariposa McCall, psiquiatra residente en California que ha publicado recientemente un artículo en el que analiza los efectos del aislamiento.
Su trabajo forma parte de un amplio conjunto de investigaciones que demuestran que mantener a una persona sola en una celda pequeña, todo el día, puede causar daños psicológicos duraderos.
McCall trabajó durante varios años en prisiones estatales de California y dijo que es importante comprender que la cultura de los funcionarios de prisiones prioriza la seguridad y la obediencia por encima de todo. Por lo que pueden llegar a creer que quienes se autolesionan, en realidad, tratan de manipularlos.
Muchos guardias también ven a los presos con problemas de salud mental como potencialmente peligrosos.
«Y así se crea un cierto nivel de desconexión con el sufrimiento o la humanidad de las personas, porque se alimenta esa desconfianza», señaló McCall. En ese entorno, los agentes se sienten justificados para usar la fuerza, sin importarles que la persona encarcelada les entienda o no.
Jamelia Morgan, profesora de la Facultad de Derecho Pritzker de la Universidad Northwestern, afirmó que, para comprender el problema, es útil examinar las decisiones tomadas en las horas y días previos a un incidente de uso de fuerza.
Morgan investiga un número creciente de demandas por uso de fuerza en las que están implicados presos con problemas de salud mental. Los abogados han argumentado con éxito que exigir que una persona con una enfermedad mental cumpla órdenes, que puede no entender, es una violación de sus derechos civiles. Esas demandas sugieren que las cárceles deberían proporcionar «soluciones razonables».
«En algunos casos, es tan sencillo como que responda el personal médico, en lugar del personal de seguridad», apuntó Morgan.
Los casos individuales pueden ser difíciles de litigar debido a un complejo proceso de quejas que los presos deben seguir antes de presentar una demanda, indicó Morgan y apuntó que para resolver el problema, los alcaides tendrán que redefinir lo que significa estar en la cárcel.
Esta investigación incluyó solicitudes de “derecho a saber” presentadas en 61 condados de Pensilvania, y el equipo de investigación realizó un seguimiento con los guardias de algunos de los condados que publicaron informes sobre el uso de la fuerza. Ninguno accedió a hablar sobre la formación de sus funcionarios o sobre si podrían cambiar su forma de responder a las personas en crisis.
Algunas cárceles prueban nuevas estrategias. En Chicago, el departamento penitenciario del condado de Cook no tiene alcaide. En su lugar, tiene un «director ejecutivo» que también es psicólogo.
Este cambio forma parte de una revisión del funcionamiento de las cárceles después de que un informe del Departamento de Justicia, de 2008, revelara violaciones generalizadas de los derechos civiles de los presos.
En los últimos años, el sistema penitenciario del condado de Cook ha eliminado el confinamiento solitario, optando en su lugar por poner a los presos problemáticos en zonas comunes, pero con medidas de seguridad adicionales siempre que sea posible, declaró el sheriff del condado, Tom Dart.
La cárcel incluye un centro de transición de salud mental que ofrece alojamiento alternativo, un «entorno universitario de cabañas Quonset y jardines», como lo describió Dart. Allí, los presos tienen acceso a clases de arte, fotografía y jardinería. También hay formación laboral, y los gestores de casos trabajan con agencias comunitarias locales, planificando lo que ocurrirá una vez que alguien salga de la cárcel.
Igualmente importante, según Dart, es que la dirección de la cárcel ha trabajado para cambiar la formación y las normas sobre cuándo es apropiado utilizar herramientas como el gas pimienta.
«Nuestro papel es mantenerlos seguros, y si tienes a alguien con una enfermedad mental, no veo cómo las pistolas Taser y el espray [de pimienta] pueden hacer otra cosa que agravar los problemas, solo deberían utilizarse como la última opción», dijo Dart.
Las reformas del condado de Cook demuestran que el cambio es posible, pero hay miles de cárceles locales en todo Estados Unidos, y dependen de los gobiernos locales y estatales que establecen las políticas penitenciarias y que financian, o no, los servicios de salud mental que podrían evitar que personas vulnerables fueran a la cárcel.
En el condado de Dauphin, en Pensilvania, donde murió Ishmail Thompson, las autoridades afirmaron que el problema, y las soluciones, van más allá de los muros de la cárcel. Hambright, vocero del condado, señaló que la financiación se ha mantenido estancada mientras aumenta el número de personas que necesitan servicios de salud mental. Eso ha llevado a una dependencia excesiva de las cárceles, que “siempre están disponibles”.
«Ciertamente nos gustaría ver a algunos de estos individuos tratados y alojados en lugares mejor equipados para tratar la especificidad de sus condiciones», añadió Hambright. «Pero debemos utilizar lo que nos ofrece el sistema lo mejor que podamos con los recursos que tenemos».
Esta historia es parte de una alianza que incluye a WITF, NPR, y KHN.
Brett Sholtis recibió la Rosalynn Carter Fellowship for Mental Health Journalism 2021-22, y esta investigación recibió apoyo adicional de The Benjamin von Sternenfels Rosenthal Grant for Mental Health Investigative Journalism, en alianza el Carter Center and Reveal del the Center for Investigative Reporting.