Llegó el día esperado: 3 de noviembre. Alisté mi máscara N95, un par de guantes desechables, y gel antibacterial. Mi participación cívica exigía tener estos elementos para disminuir el riesgo de contagio del COVID-19. Asimismo, me preparé para los imprevistos de último minuto. Con estas herramientas, salí rumbo a mí centro de votación.
En el camino recordé que mi teléfono celular se había convertido en el campo de batalla entre demócratas y republicanos. Durante las dos últimas semanas, los mensajes de textos buscaban derrotar al enemigo. Las encuestas de ambas campañas trataban de indagar con un sondeo de opinión mi intención de voto. Mi estrategia: eliminar cada mensaje político al instante.
Cuando llegué a mi local para votar eran las 6:45 a.m. Desde lejos observé una línea asimétrica de personas que mantenían la distancia social. Un pregonero empezó a dar la primera noticia de la mañana: el cuaderno de firmas del distrito 37 no estaba dentro del paquete de información. Un elector decidió llamar a la prensa y reportar el incidente.
Después de las 7 a.m. las urnas abrieron sus puertas. La distancia social, mantenida al inicio, se fue perdiendo y la confusión se fue adueñando del ambiente. Los integrantes del comité electoral no se dieron abasto a tanta demanda e imprevistos con cada votante. Así, los primeros minutos de la fiesta electoral se convirtieron en una sinfonía desafinada sin maestro de ceremonias.
Observé también, que había electores cargando sus propias sillas, ancianos de edad avanzada, en sus andadores. La mayoría de las personas hablaban al mismo tiempo.
Mi mesa estaba en el distrito 37. El libro de firmas estaba allí. Esperé mi turno y entregué mi licencia de conducir. El joven verificó mi información; firmé el libro. En esos momentos, otra persona lo interrumpió y me dejó como un barco a la deriva sin terminar el trámite. Pensé: me falta solo la boleta en blanco para votar.
Una mujer, con tapabocas, se percató del incidente; me entregó la cédula para la máquina y me puso mi sticker “I voted” (“Yo voté”), como el premio a mi trámite cívico. Luego entré a la cabina secreta. Respiré, y me concentré en mi voto. Pensé en mi familia, mi comunidad, en el silencio obligado de otros y confirmé mi elección. Me sentí satisfecha de haber ejercido mi voz. Cuando salí, las cortinas de plástico de color negro se abrieron y un joven me dijo: “gracias por votar.”
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